Vamos a divertirnos con este artículo de Pablo Molina sobre cierto arte vanguardista. El artículo está recogido de su libro "La dictadura progre."
Hace algún tiempo vi en el periódico la fotografía de una exposición de arte contemporáneo. En una esquina de la imagen aparecía un joven contemplando, aparentemente con sumo interés, un cuadro que no era más que un lienzo completamente en blanco. De inmediato me asaltó la duda acerca de quién poseía una inteligencia más portentosa, si el artista o el espectador", La pregunta es pertinente porque nos aproxima a una de las cuestiones más interesantes de la actualidad: la impostura del arte vanguardista.
En una exposición de arte contemporáneo celebrada por la Tate Galery londinense en 2004, una limpiadora arrojó a los contenedores una bolsa de basura. El hecho no tendría nada de particular si no fuera porque la dichosa bolsa de basura, era en realidad una extraordinaria obra de arte realizada por Gustav Metzger, titulada "Nueva creación de -la primera presentación pública de un arte autodestructivo", con un par. La composición estaba formada por una mesa llena de desperdicios y la puñetera bolsa de basura llena de cartones y papeles rotos; lo que se dice todo un espectáculo para los sentidos. Enterado de la catástrofe, Metzger corrió a revisar su obra tras ser recuperada de los contenedores, supongo que gravemente contaminada con las fragancias aromáticas del resto de obras de arte que suelen depositarse en esos recipientes
Unos años antes, el artista contemporáneo Damien Hirst sufrió un ultraje parecido, cuando también otra señora de la limpieza acabó con una de sus magistrales composiciones: un cenicero lleno de colillas, botellas y paquetes de tabaco vacíos. La buena mujer, sin duda una analfabeta estructural en materia de arte posmoderno, creyó que el cenicero lleno de colillas, botellas y paquetes de tabaco vacíos, era un cenicero lleno de colillas, botellas y paquetes de tabaco vacíos, por lo que recogió todo cuidadosamente y lo arrojó al contenedor con el resto de porquería. Es lo que pasa cuando no se da al personal de servicio indicaciones claras sobre su cometido: Mire señora, aquello es mierda, esto una obra de arte, no se confunda.
Pero ya que hablamos en términos escatológicos, rindamos el debido homenaje al gran Marini y sus latas de caca. El artista Marini, consciente de la excelencia artística que se exige a los creadores contemporáneos, tuvo la simpática ocurrencia de enlatar sus propias heces y decorar las latitas con primor. De esta forma «creó» una serie limitada y numerada de esas latas, que llegaron a alcanzar una alta cotización en los mercados de arte, como corresponde a la brillantez de una obra de este calibre. La Tate Gallery llegó a pagar más de treinta mil euros por una de esas latas y cuando recibieron algunas críticas por el dispendio, sus dirigentes tuvieron la humorada de justificar la adquisición con toda clase de ditirambos hacia el autor y a su novedosa forma de trabajar con esa difícil materia. En realidad, lo que hizo el artista Marini fue desentrañar las claves de las vanguardias y extraer una conclusión evidente: Si el arte contemporáneo es una mierda, el aserto contrario habría de ser también forzosamente cierto. Y lo fue, vaya si lo fue.
Mas los afortunados poseedores de las latas del artista Marini no contaron con que los procesos químicos propios de la naturaleza fecal siguen operando aún en ambientes de alto nivel artístico-cultural, sobre todo si estos son herméticamente cerrados. Como ya habrán adivinado, poco a poco las latas de mierda del artista Marini comenzaron a explotar debido a la combustión orgánica producida en su interior, en un festival pirotécnico-aromático de lo más sugestivo. Una de las latitas del Centro Pompidou, por ejemplo, estalló en medio de una exposición, llenando de estupor y algún que otro residuo a los responsables del afamado centro. La cadena explosiva de Maríni amenazaba convertirse en un big-bang creativo de consecuencias impredecibles, por lo que el resto de museos que habían comprado una de estas obras de arte, se aprestaron a cubrirlas con urnas de metacrilato. Las fuerzas de la naturaleza demostraron de esta forma su dimensión eminentemente reaccionaria.
Hace unos pocos años estuvo muy de moda en los cenáculos vanguardistas Chris Ofili, alumno aventajadísimo del Royal College of Art, famoso por realizar sus obras de arte con caca de elefante. Al parecer, las deyecciones de paquidermo ofrecen una densidad y textura muy superiores a las de los animales domésticos, lo que las convierte en el material más adecuado para que el joven Chris de rienda suelta a su luminosa creatividad. Ofili ya venía apuntando maneras de genio cuando ofreció al mundo un cuadro de la Virgen María rodeado de imágenes pornográficas, titulado simplemente (menos mal) «Santa Virgen María». Tras esta demostración de genialidad vanguardista, los entendidos en arte contemporáneo esperaban lo mejor de esta joven promesa. No les defraudó. Montoncitos y más montoncitos de caca de elefante solidificada en múltiples formas, tamaños y colores fue el obsequio con que Chris Ofili premió a sus seguidores, cumpliendo de paso con todas las expectativas que sus inicios artísticos permitían aventurar.
En nuestros pagos también tenemos abundantes ejemplos de artistas contemporáneos en la más alta acepción del término. En 2003 hubo cierta polémica por la obra emblemática del pabellón español en la bienal de Venecia. El autor escogido para mostrar al mundo el nivel de la creatividad española fue Santiago Sierra, que se hizo un nombre en el mundillo con experiencias artísticas de indudable calado, como pagar veinte dólares a diez personas a cambio de que se masturbaran frente a una cámara para grabarlas en vídeo. El pabellón español de aquella bienal, fue convertido por el torrente creativo del artista Sierra en una muestra de la grandeza de nuestro arte actual. La obra consistió, agárrense, en tabicar con ladrillo la entrada del pabellón y dejar en su interior los restos de materiales con que se había construido la tapia. Según la comisaría de la exposición:
«la obra, sin nombre propio, tiene tres intenciones o planteamientos: 'Muro cerrado', 'Palabra tapada' y 'Mujer con capirote'. En la primera 'intención', Sierra construye muros que muestran que las fronteras no se han abolido sino que se han consolidado. En su interior, sólo quedan los restos del trabajo de construcción del muro, el desorden y el abandono. En la segunda, se tapa la palabra España con plástico negro, acción que provocará reacciones sentimentales, lecturas ideológicas y evaluaciones estéticas. Por último, el pasado 10 de mayo, Sierra encerró a una mujer, tocada con un capirote, en el interior del controvertido pabellón. Pretendía mostrar la humillación de la disciplina». Personalmente me quito el sombrero ante la capacidad de los artistas contemporáneos y sus exégetas para extraer tan ricos significados de una simple pared de ladrillo y unos cascotes.
Lo primero que llama la atención de nuestras vanguardias artísticas es que hayan elevado el adjetivo «contemporáneo» a la categoría de sustantivo. En realidad, toda expresión artística es contemporánea de su época, sin que esa circunstancia le haya de otorgar necesariamente un valor especial. Los cuadros de Velázquez eran arte contemporáneo en el momento en que el maestro sevillano los pintó, igual que las chorradas que afean nuestras ciudades lo son de nuestra época. Lo que distingue en términos cualitativos uno de otro caso, a mi juicio, es la inteligibilidad de la obra. Para extasiarse ante una pintura barroca y comprender lo que el artista pretendió reflejar en ella no hace falta el asesoramiento de un equipo de críticos; basta con mirarla y dejarse arrastrar por su belleza. En cambio, cuando uno contempla en un museo de arte contemporáneo un cuadro titulado «cuadrado blanco sobre lienzo blanco», necesita el auxilio espiritual de una brigada de críticos vanguardistas para persuadirse de que no está haciendo el gilipuertas.
El arte contemporáneo sustituye el lenguaje inteligible de la representación figurativa por un código abstracto cuyas claves sólo conoce el autor. Mas cuando se codifica una expresión artística hasta hacerla inaccesible al público, resulta imprescindible añadir grandes dosis de convicción para hacerla pasar como una obra meritoria. De eso se encargan los tratantes de arte y los críticos, que, huérfanos de cualquier canon sistemático que explique estos desaguisados de forma convincente, han acabado recurriendo al típico argumento de autoridad: Esto es una obra de arte porque lo decimos nosotros, que sabemos de esto. Desde esa perspectiva, la falta de comprensión y el rechazo del público en general hacia el arte vanguardista, sería tan sólo un síntoma de la ignorancia del populacho, que le incapacitaría para degustar adecuadamente el inspirado néctar ofrecido por los artistas contemporáneos. Pero esta cadena lógica encierra cierto peligro si la llevamos hasta el final, pues cuando alguna exposición de arte moderno alcanza gran éxito de público (algún caso se ha dado), siguiendo ese razonamiento estaríamos ante una manifestación artística que es alabada por una multitud de necios. El arte contemporáneo se enfrenta por tanto a la fatal paradoja de que cuanta mayor sea su aceptación, más ramplona ha de ser por fuerza su calidad.
El llamado arte contemporáneo, en su acepción canónica, no es un elemento rompedor con la cultura vigente, sino la expresión más ortodoxa del necio esnobismo posmoderno. No es un grito liberador que hace avanzar a una determinada corriente cultural rompiendo los esquemas sociales, sino el bálsamo morcillera en el que reposa la manifiesta inanidad de nuestro tiempo. En una época en la que el relativismo ético y lo políticamente correcto imponen sus dogmas, no es extraño que cualquier colección de chafarrinones a modo de broma escasa de ingenio pase a ser considerada el pináculo artístico del momento. Y es que el arte contemporáneo, a diferencia del tradicional, no busca satisfacer la necesidad del ser humano de experimentar el placer que le proporciona la observación de la belleza, sino provocar en el espectador atónico una serie de emociones, cuanto más tortuosas mejor, hasta sumido en la perplejidad de no saber nunca si se enfrenta a una obra magistral o simplemente le están tomando el pelo.
En noviembre de 2002, el entonces Ministro de Cultura del Gobierno de Su Graciosa Majestad, Kim Howells, salió espantado de la entrega de los premios Turner, uno de los certámenes más afamados del mundo, celebrado en la London's Tate Britain gallery, exclamando que todo lo que había visto no era más que «una gilipollez conceptual». A continuación añadió que si eso que había visto allí dentro era todo lo que los artistas británicos podían producir, entonces el arte británico estaba irremediablemente perdido. No duró en el cargo, claro. Al contrario que nuestra inmarcesible Carmen Calvo Poyatos, Ministra de Cultura del Reino de España, que en una de sus pocas declaraciones huérfanas de atentados a la sintaxis castellana, apostó por:
«transformar los gustos de los ciudadanos, para que el arte actual forme parte de los hábitos de los españoles». Probablemente nuestra ministra no haya oído hablar jamás de Theodor Adorno, pero él fue quien diseñó el programa contracultural en el terreno artístico, mediante la imposición de las vanguardias y el desprecio a lo tradicional. El arte contemporáneo, desde la mentalidad progresista, es evidentemente una herramienta ideológica y poco más.
De este clima de estupidez ecuménica en materia de arte se aprovecha una legión de aprovechados, auto elevados a la categoría de mentores artísticos, que nos venden a precios exorbitantes sus mamarrachadas simplemente por nuestro terror a quedar como unos ignorantes. Las vanguardias, de esta forma, han acabado provocando el mayor de los aburrimientos y una sensación cósmica de gilipollez compartida, además de ser el mejor vehículo para disimular una atroz falta de talento. Joaquín Sabina lo explicó muy bien cuando publicó un libro de sonetos. Según el cantautor, está muy bien hacer experimentos literarios con poesía libre y versos crípticos, pero siempre y cuando el artista haya demostrado previamente su destreza bregando con la severidad del soneto.
El famoso urinario de Duchamp, creado a comienzos del siglo pasado, es considerado el inicio de la revolución vanguardista que ahora padecemos. Yeso que el propio Duchamp se reconocía estupefacto ante la ingenuidad de los críticos, extasiados ante lo que no era más que un mísero mingitorio.