Este ensayo de Ortega que se recoge en uno de los ocho volúmenes de su obra “El espectador” recoge una de las características de nuestro pueblo español, que parece que hoy se está olvidando y, por el momento en el que estamos viviendo, debemos recordar. Por eso, nada mejor que leer este fragmento del ensayo:
“¿A
quién dedicó Felipe II esta gran profesión de fe, que es después de San Pedro
en Roma, el credo que pesa más sobre la tierra europea? La carta de fundación
pone en boca del Rey: ”El cual Monasterio fundamos a dedicación y en nombre del
bienaventurado San Lorenzo, por la particular devoción que, como dicho es,
tenemos a ese gloriosos santo, y en memoria de la merced y victoria que en el
día de su festividad de Dios comenzamos a recibir.” Esta merced fue la
victoria de San Quintín.
Aquí
tenemos una leyenda documentada que es preciso rectificar, a pesar del
documento. San Lorenzo es un santo respetable, como todos los santos, pero que,
a decir verdad, no ha solído intervenir en las operaciones de nuestro pueblo.
¿Será posible que uno de los actos más potentes de nuestra historia, la
erección del Escorial, no haya tenido otra significación que el agradecimiento
a un santo transeúnte, de escasa realidad española? No nos basta San Lorenzo:
soy el primero en admirar aquello de que, hallándose bien tostado de un lado,
pidió que le volviesen del otro; sin aquél gesto no estaría representado el
humorismo entre los mártires. Pero, francamente, la paciencia de San Lorenzo,
con ser admirable, no basta para llenar estos colosales ámbitos.
Es
indudable que cuando presentaron varios planos a Felipe II y eligió éste,
encontró en él expresada su interpretación de lo divino.”
“Todos los templos se erigen, claro
está, para la mayor gloria de Dios; pero Dios es una idea general, y ningún
templo verdadero se ha elevado jamás a una idea general. (…) La religión no se
satisface con un Dios abstracto, con un mero pensamiento, necesita de un Dios
concreto, al cual sintamos y experimentemos realmente. De ahí que haya tantas
imágenes de Dios como individuos: cada cual, allá en sus íntimos hervores, lo
compone con los materiales que encuentra más a mano. El rigoroso dogmatismo
católico se limita a exigir que los fieles admitan la definición canónica de
Dios; pero deja libre la fantasía de cada uno para que lo imagine y lo sienta a
su manera.
Mirando en nuestro interior, buscamos en cuanto allí hierve lo que nos parece
mejor, y de esto hacemos nuestro Dios. Lo divino es la idealización de las
partes mejores del hombre, y la religión consiste en el culto que la mitad de
cada individuo rinde a su otra mitad, sus porciones ínfimas e inertes a las más
nerviosas y heroicas.
El
Dios de Felipe II o, lo que es lo mismo, su ideal, tiene en el Monasterio un
comentario voluminoso. ¿Qué expresa la masa enorme de este edificio? Si todo
monumento es un esfuerzo consagrado a la expresión de un ideal, ¿qué ideal se
afirma y hieratiza en este fastuoso sacrificio de esfuerzo?
¿A quién va
dedicado –decíamos- ese fastuoso sacrificio de esfuerzo?
Si
damos vueltas en torno a las larguísimas fachadas de san Lorenzo, habremos
realizado un paseo higiénico de algunos kilómetros, se nos habrá despertado un
buen apetito; pero, ¡ay!, la arquitectura no habrá hecho descender sobre
nosotros ninguna fórmula que trascienda de la piedra. El Monasterio del Escorial
es un esfuerzo sin nombre, sin dedicatoria, sin trascendencia. Es un esfuerzo
enorme que se refleja sobre sí mismo, desdeñando todo lo que fuera de él pueda
haber. Satánicamente, ese esfuerzo se adora y canta a sí propio. Es un esfuerzo
consagrado al esfuerzo.
Ante
la imagen del Erecteión, del Partenón, no ocurre pensar en el esfuerzo de sus
constructores: las cándidas ruinas envían bajo el cielo de límpido azul grandes
halos de idealidad estética, política y metafísica, cuya energía es siempre actual.
Preocupados en recoger estos efluvios densos, la cuestión del trabajo consumido
en pulir aquellas piedras y en ordenarlas no nos interesa, no nos preocupa.
Por
el contrario, en este monumento de nuestros mayores se muestra petrificada un
alma toda voluntad, todo esfuerzo, mas exenta de ideas y de sensibilidad. Esta
arquitectura es toda querer, ansia, ímpetu. Mejor que en parte alguna
aprendemos aquí cuál es la sustancia española, cuál es el manantial subterráneo
de donde ha salido borboteando la historia del pueblo más anormal de Europa.
(…) La mole adusta de San Lorenzo, expresa acaso nuestra penuria de
ideas, pero, a la vez, nuestra exuberancia de ímpetus. Parodiando la obra del
doctor Palacios Rubios, podríamos definirlo como el tratado del esfuerzo
puro.”