miércoles, 1 de mayo de 2013

Libro del mes (abril 2013): Meditaciones del Escorial.





Este  ensayo de Ortega  que se recoge en uno de los ocho volúmenes de su obra “El espectador” recoge una de las características de nuestro pueblo español, que parece que hoy se está olvidando y, por el momento en el que estamos viviendo, debemos recordar. Por eso, nada mejor que leer este fragmento del ensayo:

      “¿A quién dedicó Felipe II esta gran profesión de fe, que es después de San Pedro en Roma, el credo que pesa más sobre la tierra europea? La carta de fundación pone en boca del Rey: ”El cual Monasterio fundamos a dedicación y en nombre del bienaventurado San Lorenzo, por la particular devoción que, como dicho es, tenemos a ese gloriosos santo, y en memoria de la merced y victoria que en el día de su festividad de Dios comenzamos a recibir.”  Esta merced fue la victoria de San Quintín.
   Aquí tenemos una leyenda documentada que es preciso rectificar, a pesar del documento. San Lorenzo es un santo respetable, como todos los santos, pero que, a decir verdad, no ha solído intervenir en las operaciones de nuestro pueblo. ¿Será posible que uno de los actos más potentes de nuestra historia, la erección del Escorial, no haya tenido otra significación que el agradecimiento a un santo transeúnte, de escasa realidad española? No nos basta San Lorenzo: soy el primero en admirar aquello de que, hallándose bien tostado de un lado, pidió que le volviesen del otro; sin aquél gesto no estaría representado el humorismo entre los mártires. Pero, francamente, la paciencia de San Lorenzo, con ser admirable, no basta para llenar estos colosales ámbitos.
   Es indudable que cuando presentaron varios planos a Felipe II y eligió éste, encontró en él expresada su interpretación de lo divino.”
  “Todos los templos se erigen, claro está, para la mayor gloria de Dios; pero Dios es una idea general, y ningún templo verdadero se ha elevado jamás a una idea general. (…) La religión no se satisface con un Dios abstracto, con un mero pensamiento, necesita de un Dios concreto, al cual sintamos y experimentemos realmente. De ahí que haya tantas imágenes de Dios como individuos: cada cual, allá en sus íntimos hervores, lo compone con los materiales que encuentra más a mano. El rigoroso dogmatismo católico se limita a exigir que los fieles admitan la definición canónica de Dios; pero deja libre la fantasía de cada uno para que lo imagine y lo sienta a su manera.
   Mirando en nuestro interior, buscamos en cuanto allí hierve lo que nos parece mejor, y de esto hacemos nuestro Dios. Lo divino es la idealización de las partes mejores del hombre, y la religión consiste en el culto que la mitad de cada individuo rinde a su otra mitad, sus porciones ínfimas e inertes a las más nerviosas y heroicas.
   El Dios de Felipe II o, lo que es lo mismo, su ideal, tiene en el Monasterio un comentario voluminoso. ¿Qué expresa la masa enorme de este edificio? Si todo monumento es un esfuerzo consagrado a la expresión de un ideal, ¿qué ideal se afirma y hieratiza en este fastuoso sacrificio de esfuerzo?
¿A quién va dedicado –decíamos- ese fastuoso sacrificio de esfuerzo?
   Si damos vueltas en torno a las larguísimas fachadas de san Lorenzo, habremos realizado un paseo higiénico de algunos kilómetros, se nos habrá despertado un buen apetito; pero, ¡ay!, la arquitectura no habrá hecho descender sobre nosotros ninguna fórmula que trascienda de la piedra. El Monasterio del Escorial es un esfuerzo sin nombre, sin dedicatoria, sin trascendencia. Es un esfuerzo enorme que se refleja sobre sí mismo, desdeñando todo lo que fuera de él pueda haber. Satánicamente, ese esfuerzo se adora y canta a sí propio. Es un esfuerzo consagrado al esfuerzo.
   Ante la imagen del Erecteión, del Partenón, no ocurre pensar en el esfuerzo de sus constructores: las cándidas ruinas envían bajo el cielo de límpido azul grandes halos de idealidad estética, política y metafísica, cuya energía es siempre actual. Preocupados en recoger estos efluvios densos, la cuestión del trabajo consumido en pulir aquellas piedras y en ordenarlas no nos interesa, no nos preocupa.
   Por el contrario, en este monumento de nuestros mayores se muestra petrificada un alma toda voluntad, todo esfuerzo, mas exenta de ideas y de sensibilidad. Esta arquitectura es toda querer, ansia, ímpetu. Mejor que en parte alguna aprendemos aquí cuál es la sustancia española, cuál es el manantial subterráneo de donde ha salido borboteando la historia del pueblo más anormal de Europa. (…)  La mole adusta de San Lorenzo, expresa acaso nuestra penuria de ideas, pero, a la vez, nuestra exuberancia de ímpetus. Parodiando la obra del doctor Palacios Rubios,  podríamos definirlo como el tratado del esfuerzo puro.”