jueves, 23 de junio de 2011

2º Comentario de Filosofía y Ética.

"Las antiguas cuestiones de Epicuro-escribió Hume por
boca del personaje Filón de sus Diálogos sobre la religión natural (Parte X)- «continúan sin ser res­pondidas. ¿Quiere prevenir el mal, pero no puede?, entonces es impoten­te. ¿Puede, pero no quiere?, entonces es malévolo. ¿Puede y quiere?, enton­ces ¿de dónde procede el mal?».
Pese a lo declarado por Hume, no han faltado intentos a lo largo de los tiempos de responder a estas dificilí­simas preguntas de Epicuro. Entre las respuestas propuestas destaca, por su hondura metafísica y su solidez, el ar­gumento que hace del libre albedrío el fundamento de la permisión divina del mal. En esta respuesta, en efecto, se otorga a la libertad tal alcance me­tafísico, que, al afirmarla como pro­piedad de la voluntad humana, se roza hasta el misterio de los designios divinos sobre la creación.
El mencionado argumento tiene raíces antiguas: se encuentra acaso en Panecio, el fundador de la llamada Stoa media, del que pasó, entre otros, a Clemente de Alejandría. Lo defen­dieron vigorosamente Agustín de Hi­pana y, tras sus huellas, Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino. En­contró expresión literaria en los in­mortales poemas de Dante y de Mil­ton. Más recientemente, incluso Chesterton, el gran escritor católico, concibió una obra de teatro para po­ner ante los ojos, por así decirlo, la fuerza explicativa de este razonamien­to. Y en los últimos decenios, en fin, la prueba ha sido objeto, bajo la deno­minación de free will defense, de nue­vas explicaciones por parte de filóso­fos de orientación analítica, que han suscitado, a su vez, renovados debates.
El argumento en cuestión es sus­ceptible de diversas formulaciones y conoce numerosas variantes, que de­penden, como es claro, de los diferen­tes supuestos filosóficos sobre los que puede construirse. Presentaré una formulación posible del argumento, que dividiré en dos partes: una serie de afirmaciones sobre el libre albe­drío y una argumentación, construi­da sobre esas afirmaciones, para ex­culpar a Dios, en tanto que ser omni­potente e infinitamente bueno, de la existencia del mal en el mundo.

Del libre albedrío se afirma, en pri­mer lugar, que es un hecho. Este he­cho, que, según se dice a veces, se da con plena evidencia, consiste en que el hombre posee, gracias a su volun­tad, una doble capacidad: la capaci­dad de ser causa de su propio querer o no querer y la capacidad de obrar por sí mismo o llevar a cabo acciones en el mundo que son fruto de sus vo­liciones. Por su libre albedrío, el hom­bre es, pues, un ser capaz de decidir y de actuar por sí mismo, un ser que no depende en todos sus actos de querer y en todas sus acciones de causas de­terminantes ni extrínsecas ni intrín­secas.
También se afirma del libre albe­drío, en segundo lugar, que es un bien, y ello en el preciso sentido de que es la condición necesaria de posi­bilidad tanto de la moralidad, es decir, de que en el hombre se encarnen va­lores morales al querer lo bueno y al traer al ser estados de cosas moral­mente valiosas o moralmente rele­vantes, cuanto de la religiosidad, es decir, de que el hombre entre en una relación recíproca de amor con Dios mismo. En este sentido, es preferible la existencia de seres dotados de libre albedrío que la existencia de seres cuyo querer y obrar está siempre afectado por alguna necesidad. El li­bre albedrío es, por tanto, un bien, porque es la condición del máximo valor que puede alcanzar el hombre: «El grado supremo de la dignidad en los hombres» -acertó a señalar To­más de Aquino (en su Comentario a la Carta de San Pablo a los Romanos, Il, lect. 3, n. 217)- «es que sean con­ducidos al bien no por otros, sino por sí mismos», se entiende al bien moral yal Bien que es Dios mismo.
Pertenece al libre albedrío, se afir­ma en tercer lugar, el estar en cone­xión esencial con la posibilidad de la existencia del mal moral, es decir, del mal que alguien obra. El libre albe­drío es un bien, en el sentido antes se­ñalado, porque lo bueno moral o el amor a Dios que por su medio pue­den venir al ser no se darían si no se diera también la posibilidad del mal moral o del rechazo a Dios. Un albe­drío humano que no pudiera elegir entre obrar lo moralmente bueno y lo moralmente malo, o entre adorar a Dios u odiarle, carecería de todo va­lor respecto de la consecución de la suprema dignidad del hombre: el hombre no sería conducido al bien por sí mismo.
Del libre albedrío se afirma, en fin, en cuarto lugar, que se halla asimismo en conexión esencial con la posibilidad de la existencia de los males físicos o los padecimientos, es decir, de los males que alguien sufre. En efecto, en mu­chas ocasiones, si es que no siempre, la acción moralmente mala o la acción que supone un rechazo del amor de Dios, no consiste sino en causar o no impedir sufrimientos o perjuicios a otras personas o a otros seres vivos. De este modo, el libre albedrío, al hacer posibles las acciones moralmente ma­las o las acciones de oposición a Dios hace igualmente posible el surgimien­to de los males físicos o sufrimientos de factura humana.
Sobre la base de esta concepción del libre albedrío el argumento trata de dar solución a los citados interro­gantes de Epicuro. A la pregunta: ¿De dónde nacen los males que existen en el mundo?, se responde: del mal uso que el hombre hace de su libre albe­drío. «La mala voluntad» -afirma Agustín de Hipona (Sobre el libre al­bedrío, IlI, XVII, 48)- «es la causa de todos los males» (improba voluntas malorum omnium causa est). A la cuestión: ¿Por qué Dios no elimina todo género de mal, dado que, por su poder, puede suprimir todos los ma­les y, por su bondad, no ha de querer sino evitarlos?, se contesta que por el bien que representa la existencia del libre albedrío como condición nece­saria de posibilidad del bien absoluto de la moralidad y de la reciprocidad amorosa de Dios y el hombre. «Ni Epicuro ni ningún otro vio» -escri­bió el padre apologeta latino Lactan­cia en su tratado De ira Dei (cap. XIII)- «que, si se suprimen los ma­les, se suprime igualmente la sabidu­ría y que no quedaría ningún vestigio de virtud en el hombre».


A la luz de estas razones, cabe de­cir que, en cierto sentido, Dios «no puede» evitar los males, sin que por ello quepa calificado de impotente: es lógicamente imposible querer que haya seres libres y no querer, a la vez, que quede realmente abierta la posi­bilidad del mal moral y del rechazo al amor divino y, por tanto, del sufri­miento que todo ello lleva aparejado. «Lo que implica contradicción» ­enseña Tomás de Aquino (Suma teo­lógica, 1, q. 25, a. 3)- «no está conte­nido bajo la omnipotencia divina». Asimismo, cabría afirmar que, en cierto modo, Dios «quiere» los males, sin que por ello quepa acusarlo de malvado: no los impide en vista del bien mayor del libre albedrío y de la vida moral y religiosa que hace posi­ble. «La responsabilidad» -enseñaba ya Clemente de Alejandría (Stromata, 1, XVII, 82, 3)- «se encuentra en el hacer una cosa, exigida y tomar la iniciativa; mas no impedirla no es, en sí mismo, una participación en el acto». En definitiva, Dios permite los males en razón de los frutos que aporta el libre albedrío, los cuales, sin él, no podrían venir al ser. Permitir, en efecto, no es «no poder evitar», ni tampoco «querer», «consentir» o «to­leran>; es sencillamente dejar que algo ocurra, no impedir algo.

Una de las tareas más apasionantes que, desde hace unos años, ha em­prendido cierto sector de la reflexión filosófica actual es la renovación de este antiguo argumento, asegurando los fundamentos que lo sostienen y defendiéndolo contra múltiples obje­ciones. A esta empresa han dedicado sus esfuerzos, entre otros, pensadores como Alvin Plantinga (véase su libro de 1977 God, Freedom and Evil), Ri­chard Swinburne (autor de muchos escritos sobre este asunto, como su obra de 1998 Providence and the Pro­blem of Evil) o Armin Kreiner (cuyo importante libro de 2005 Dios en el sufrimiento podemos desde hace poco leer en español). La renovada meditación sobre este venerable ar­gumento muestra ya inequívocamen­te el alcance que la admisión del libre albedrío tiene en la búsqueda de una solución del problema de Epicuro. Por ello, esos esfuerzos filosóficos ac­tuales permiten abrigar la esperanza de que sea posible encontrar también respuesta a las nuevas dificultades, que al hombre reflexivo siguen pre­sentándosele cuando medita en la po­sibilidad de conciliar la presencia del mal en el mundo con la existencia de un Dios omnipotente e infinitamente bueno.

En cualquier caso, tanto a los inte­rrogantes de Epicuro que recordaba al comienzo de estas páginas cuanto al argumento que he expuesto como posible respuesta a ellos cabe aplicar­les, punto por punto, aquellas pala­bras que, según el Fedón (85 c 1-85 d 4) de Platón, dirigió Simmias a Só­crates cuando éste, en las horas cerca­nas a su muerte, se afanaba por des­entrañar con sus amigos el misterio del destino ultraterreno del alma: «A mí me parece, ¡oh, Sócrates!, sobre las cuestiones de esta índole tal vez lo mismo que a ti, que un conocimiento exacto de ellas es imposible o suma­mente difícil de adquirir en esta vida, pero que el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice sobre ellas, o el desistir de hacerla, antes de haberse cansado de considerarlas bajo todos los puntos de vista, es pro­pio de hombre muy cobarde. Porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas co­sas: aprender o descubrir por uno mismo qué es lo que hay de ellas, o bien, si esto es imposible, tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándo­se en ella, como en una balsa, arries­garse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como, por ejemplo, una revelación de la divinidad (lógos theiout», (Acontecimiento nº 97). Profesor Rogelio Rovira.

jueves, 16 de junio de 2011

Libro del mes (junio 2011): Más allá de la izquierda y de la derecha.

El autor del libro es Alain de Benoist, ensayista de renombre internacional y que ya conocemos en el blog, pues hemos publicado también su libro "Comunismo y nazismo".
En este libro Alain nos presenta una derecha y una izquierda que no se difrencian, pues en sus doctrinas lo esencial es la economía.

Veamos algún fragmento:



"La historia reciente ha enfriado tan hermosos entusiasmos. Dos siglos de «progreso» dieron lugar a dos guerras mundiales, a las matanzas más grandes de todos los tiempos, a regímenes despóticos de una especie nunca vista hasta entonces, todo ello mientras los seres humanos devastaban la tierra para sus actividades «pacíficas», más todavía de lo que las armas podían haber hecho en el pasado. Los recursos que se consideraban ilimitados han demostrado ser todo lo contrario. Las fuerzas productivas han de­mostrado ser también fuerzas destructivas. La crisis de las ideologías, el fin del historicismo, el quebrantamiento general de las certezas dispensadas hasta ayer por instituciones y pesados aparatos estatales, han hecho el resto.
¿Quién cree aún en el «progreso», es decir, en un porvenir que siempre debería ser mejor? Aparentemente no mucha gente. El 11 de marzo de 1993, Le Nouvel Observateur publicó un dossier titulado «¿Podemos to­davía creer en el progreso?» Plantear la cuestión era ya responder a ella. El sociólogo Jean Viard señaló que la idea de progreso esta «intelectualmen­te muerta-. Edgar Morin afirma que es preciso a partir de ahora «aban­donar toda ley de la historia, toda creencia providencial en el progreso y extirpar la funesta fe en la salvación terrestres.? En cuanto a Alexander Solzhenitsyn, en su discurso de Liechtenstein, dijo también que «el pro­greso indefinido es difícil para los limitados recursos de nuestro planeta» y, constatando que «el aumento de la riqueza material se produce al mis­mo ritmo que disminuye el desarrollo espiritual», concluyó abogando por la «autolirnitación» como único medio para «impedir a la humanidad continuar comprometida con la huida hacia delante que no le permite dar sentido a su actividad ni distinguir la finalidad de su existencia».'
Bruscamente, los polos parecen haberse invertido. El porvenir ya no es portador de esperanzas, sino de inquietudes de todo tipo: en la «sociedad del riesgo» (Ulrich Beck), el temor a futuros desastres ha sustituido el impulso hacia mañanas considerados como paradisíacos. Está surgiendo un nuevo principio de responsabilidad que el filósofo Hans Jonas señaló a grandes rasgos: Rechazando el programa baconiano de la modernidad, que tiende a retrasar sin cesar en todos los terrenos los límites del poder humano, cuestionando la dinámica «suicida» de un crecimiento sin otra finalidad más que las capacidades de absorción del mercado, J onás intro­duce en la base de su pensamiento marcado por Heidegger, Rudolf Bultmann y Hannah Arendt, la idea de «la preocupación por las genera­ciones futuras», lo que le lleva a formular de nuevo el imperativo kantiano en estos términos: «Actúa de forma que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la Tierra [y] no destruyan la posibilidad futura de tal vida». La responsabili­dad, por tanto, no mira solamente a la acción presente, sino que contem­pla las consecuencias a largo plazo. Ya no concierne sólo al daño causado a terceros individualizables, sino a las generaciones venideras que podrían verse afectadas de manera irreparable. Implica un principio de prudencia en relación con la phronésís aristotélica, que puede oponerse a la hybris, la desmesura o el exceso. «Solidaridad de destino entre el hombre y la natu­raleza -añade Jonas- solidaridad recientemente descubierta a través del peligro, que también nos hace redescubrir la dignidad autónoma de la naturaleza, y nos manda respetar su integridad más allá de todo aspecto utilitario>" Es evidente: la ideología del progreso está muerta y bien muerta.


El segundo aspecto que merece ser destacado en los debates que tienen lugar en torno a la ecología -como en otros muchos grandes debates de los últimos años- es que conciernen a todas las familias políticas y hacen completamente obsoleta, en muchos aspectos, la distinción entre izquier­da y derecha. No sólo, en efecto, la ecología política, tal como es repre­sentada por los partidos «verdes» que existen en diferentes países, está atravesada por corrientes muy diferentes, sino que, de forma aun más significativa, los adversarios declarados del ecologismo se reclutan hoy en los sectores más opuestos del paisaje político.
Para la derecha reaccionaria, los ambientalistas son, en el mejor de los casos, «izquierdistas edulcorados», 10 los peores «agentes de la subversión», los partidarios del «socialismo, menos la electricidad.» La atención que reclaman para la devastación del planeta les lleva a ser denunciados como «mundialistas». Su crítica a la ideología del dominio técnico y de un titanismo destructor permite acusados de igualitarismo y de pacifismo. Herederos a la vez de Rousseau y de mayo del 68, los ecologistas no serían más que los huérfanos de la contestación que se han reciclado en una nueva forma de socialismo revolucionario, en el que el tema de la conta­minación del medio ambiente natural ha reemplazado a la retahíla sobre el empobrecimiento, la pauperización y la «alienación de los trabajadores». Para caracterizados, está de moda utilizar la metáfora de la sandía: verde fuera, rojo dentro, metáfora casi providencial tras el colapso del sistema comunista.
Los liberales, por su parte, acusan a los ecologistas de ser «rnalthu­sianos»," adversarios de la ciencia, hostiles a la sociedad mercantil y ciegos a los beneficios del libre comercio. Los ecologistas ven como se les asigna un ideal «constructivista», nacido de un irrealismo económico completo. 12 Alain Laurent les ha llamado «impasses místicos de la ecolatria».
A la izquierda el ecologismo plantea idéntico malestar. Si bien la derecha ve el amor al planeta Tierra como una nueva forma de «cosmopolitismo», la izquierda teme que se desvíe hacia el amor a la tierra o al suelo. No faltan entonces voces que recuerden la máxima de Vichy según la cual «la tierra no miente», y algunos autores incluso se han especializado en atacar a los «ecolo­petainistas», cuando no a los «verdes de gris». Los partidarios de la ideolo­gía de la Ilustración reprochan a los ecologistas querer que los seres huma­nos vuelvan a la naturaleza, lo que demuestra un «irracionalismo» y un «antihurnanismo» sospechosos, mientras que la vieja izquierda, compro­metida con el productivismo, ve en ellos a conservadores que rechazan el «progreso» técnocientífico vinculados como los románticos al «culto a los bosques» y a los valores «rurales» característicos de un Mundo desaparecido".

martes, 7 de junio de 2011

Libro del mes (mayo 2011): "Para ser persona"

"Presentamos, este mes, un libro sencillo, y profundo publicado por la Fundación Enmanuel Mounier donde se describe la maravillosa aventura de esculpir tu propia persona. Está en la línea del libro publicado también aquí: “Las dimensiones de la persona humana”,pero es un libro más sencillo para leerlo en vacaciones.
1. Atrévete a esculpir tu propia estatua
La gran obra de nuestra vida es nuestra propia persona. No lo es todo aquello que podamos crear, aquellas experiencias que podamos vivir, aquellos encuentros que podamos realizar. Y mucho menos aquello que logremos disfrutar o tener.
Pero si bien mi propia persona es la gran obra de mi vida, no es ella su fin, porque la persona es constitutivamente llamada. Ella no es su argumento sino que su vida es llamada a realizar un sentido, unos valores, unas posibilidades. La vida de la persona es llamada y su responsabilidad es la respuesta.
En efecto: la persona no es el fin de sí misma: no está clausurada en sí, ni en su exclusiva felicidad. Su final está más allá de ella. Tanto es así que la persona se construye como tal en la medida en que se descentre, en que su vida sea desvivirse por otros en la realización de un horizonte de sentido. La vida de la persona es realización de un sentido que va descubriendo y que está más allá de sí.
Pero esto no es una hipótesis ni una teoría: es una experiencia de toda persona. Toda persona se percibe a sí misma como siendo alguien (y no una cosa o un mero individuo más). Y somos alguien en la medida en que actuamos como alguien en la realización de la obra que somos, de la llamada que somos. En este sentido somos actividad, fuerza, creatividad. Somos «energeia»: actividad.
Pero somos energeia en la medida en que vamos haciendo emerger toda la riqueza que hay en nosotros o vamos haciendo fructificar toda la riqueza que vamos adquiriendo a lo largo de la vida: somos un conjunto de capacidades. Somos dínamis: potencialidad.
Nuestra propia identidad, lo que somos cada uno, se manifiesta en una constelación de capacidades, físicas y psíquicas. Así, nuestras capacidades son lingüísticas y comunicativas, destrezas manuales, intelectuales y abstractivas, capacidades de relación, capacidades afectivas (capacidad de apertura, de llegar al otro, de amabilidad, de ternura, generosidad, perdón, tolerancia, conocer las propios afectos, saber expresarlos, saber controlarlos, saber conocer los afectos ajenos, saber re¬solver conflictos ... ), capacidades de acción (capacidad de organizar, gestionar, estructurar, gobernar), capacidades artísticas (plásticas, musicales, corporales, visuales), capacidades físicas y psicomotoras, capacidades fisiológicas, capacidades morales o de gestionar la propia vida, Pero también somos cuerpo, un temperamento, lo que nos ha dado la educación, el entorno personal, unas personas significativas. Ante todo, somos porque hemos sido amados. Por tanto, en primer lugar, somos don. Recibimos un material en bruto. Pero luego cada uno tiene que esculpir su propia estatua: cada uno tiene que acrecentar sus conocimientos, adquirir dominio de sí, prudencia, fortaleza, templanza, humor, amabilidad, generosidad, magnanimidad.


Por esto el resultado final depende de lo que uno hace con lo que ha recibido y no tanto de lo que ha recibido. No somos lo que señalan estos dones, posibilidades y capacidades recibidos sino lo que permiten estos dones, posibilidades y capacidades: somos lo que queremos ser en función de lo que estamos llamados a ser y podemos ser.


Pero no sólo somos creatividad, actividad, potencia, capacidad. También somos finitud, limitación. Nuestras fuerzas y capacidades son limitadas. Nuestro tiempo es limitado (lo cual no debe ser motivo de angustia, sino de tomar conciencia de la responsabilidad ante cada opción, ante cada momento de nuestra vida). Somos homo sapiens y homo faber pero también homo patiens : hombres sufrientes. Cargamos con la culpabilidad con el sufrimiento y con la muerte. Y siendo esto nuestra limitación, también supone un reto: el reto de realizarnos en el sufrimiento, trocando el sufrimiento en tarea personal, la culpa en ocasión de crecimiento y conversión, la muerte en toma de conciencia de la fugacidadid del propio tiempo, de que cada día es único, de que cada ocasión es irrepetible.
El gran reto de la persona no es, por tanto, el ilustrado «atrévete a saber», ni el hedonista «atrévete a disfrutar». Ni el economicista «atrévete a tener». El gran reto que se me presenta como persona es «atrévete a esculpir tu propia estatua».

Xosé Manuel Domínguez Prieto, doctor en Filosofía y miembro del Instituto Emmanuel Mounier.

domingo, 5 de junio de 2011

10º Comentario de Ética: El método Saunders

UNA ALTERNATIVA A LA EUTANASIA.

El método SAUNDERS

El artículo que vamos a comentar nos pone de relieve que cuando se dispone de interés, medios adecuados, y mucha atención afectiva para que la muerte no sea terrible y dolorosa, las personas no quieren morir sino que no desean sufrir.
Así, incluso lo reconoce el Dr.Colebrook, presidente de la asociación pro eutanasia activa, después de conocer los métodos de Cicely: “Creo que el problema de la eutanasia no existiría o sería mucho menor si todos los enfermos terminales pudieran acabar sus vidas en una atmósfera como la que se ha esforzado usted en construir”.


Hablamos de los cuidados paliativos en en St. Joseph,s Hospice. La creadora fue Cicely Saunders, enfermera y trabajadora social que, después de mucho tiempo tratando con enfermos y de cuidar hasta la muerte a su primer amor, empezó la carrera de medicina a los 33 años con el único objetivo de facilitar a las personas ese último reto en la ida que es la muerte.
Aunque terminó la carrera con 39 años, su contribución a la ciencia médica fue enorme y así lo quiso reconocer la reina de Inglaterra al concederle en 1989 la Medalla al Mérito. Además, su vida ha quedado escrita en el libro bibliográfico de Shirley du Boulay que edita en España palabra.
¿Qué hizo Saunders ¿
-Además, de normalizar la administración regular de analgésicos a los apcientes terminales- antes de ella los médicos esperaban a que el enfermo pidiera, casi a gritos, la siguiente dosis- creó un sistema de atención al moribundo que se conoce en el mundo como “movimiento hospice” y que no es más que una cu9idada y completa atención en cuidados paliativos.
Un ejemplo, cuando Cicely puso en marcha su centro asistencial, cuidó hasta el último detalle para que las personas allí atendidas tuvieran la mejor muerte posible. Convencida como estaba de que “se puede morir en paz e incluso felizmente”, se dio órdenes para que, en su centro, los pacientes pudieran ver el mundo exterior sin que el sol les diera directamente en los ojos. Pidió camas que pudieran trasladarse con facilidad al jardín, la capilla o al cuarto de estar y que pudieran juntarse unas con otras “para charlar”.
En su “hospice”, además, los cuartos de estar tendrían chimenea y sillas lo suficientemente rectas para crear un ambiente “agradable y hogareño”. La decoración sería original y colorida, no solo para que los pacientes estuvieran a gusto, también para los a familiares- que podrían entrar a cualquier hora del día o de la noche a visitar a los suyos-, y si hablamos de mascotas, mejor una pecera que un periquito: “Es más agradable de mirar”.
Lo suyo fue una auténtica revolución. En un mundo que veía la muerte como un fracaso de la Medicina, Saunders reivindicó la atención que merecen los pacientes que se enfrentan a enfermedades incurables. “No podemos curarlos, pero podemos cuidarlos”.
Si hay dolor, se administra medicación regular para que desaparezca. Si hay dificultades respiratorias, se alivian para evitar las angustias al paciente. Si hay miedo, se habla con él para solventar sus dudas. Si hay inquietud espiritual, se proporciona la atención necesaria. Si hay niños en la familia, se trabaja con ellos. Cecily creó una unidad infantil para enseñarles a sobrellevar la pérdida de un ser querido. En resumen, “No pensamos en los pacientes como casos, sabemos que cada uno es un microcosmos con una particular historia vital”.
Y de historias vitales, Saunders supo mucho. En sus manos se escapó el aliento de vida de decenas de pacientes-con dos de ellos llegó a tener una especial atención sentimental enmarcada, como decía ella, entre la vida y la muerte- y sus ojos vieron las inquietudes que provoca enfrentarse a lo desconocido.
Por ello, siempre se interesó en saber qué preocupaba a sus enfermos. ¿Me echaréis de aquí si no mejoro?
¿Morirse es doloroso?
Aunque siempre manifestó dudas al respecto, Saunders se inclinaba por decir la verdad. Eso, como decía, da serenidad al paciente, le da capacidad para aceptar su situación y sacar muchos buenos frutos de ella. Lo vio, por ejemplo, cuando atendió al padre de uno de sus mejores amigos, Tom West. Después de morir, su viuda le escribió una carta diciendo: “Logró que mi marido se mantuviera auténticamente con vida hasta el último momento, dándole la oportunidad de fortalecer la fe de mis hijos y hacerles capaces de aceptar su pérdida………….En contra de lo que era de esperar, en su agonía no sufrió ni un solo dolor.”

Sus revolucionarios métodos forman hoy parte del abc de los cuidados paliativos y se incluyen en los estándares internacionales. Con su forma de hacer las cosas coinciden casi todos los que se dedican a atender a los pacientes terminales. El problema es que el método Saunders requiere tiempo y recursos humanos y económicos que las Administraciones no siempre están dispuestas a garantizar.
Cicely, por ejemplo, se preocupó de la formación de las enfermeras casi tanto como la de los médicos. Ellas, decía, son las que pasan más tiempo con el paciente, normalmente se encuentran presentes en el momento de su muerte y muchas, incluso, amortajan el cadáver y lo llevan al depósito “felices de haber hecho ese último esfuerzo por él”.
Por eso, Saunders, permitió a sus enfermeras tomar decisiones importantes sobre el uso de analgésicos- con margen de decisión de 1 a 5 mg- y en ellas inculcó una vocación de servicio única en el momento. Tan comprometidas estaban con el bienestar de los pacientes, que en las notas que dejaban junto al historial del enfermo podían leerse instrucciones como “darle cuerda al reloj a diario”, “le gusta dormirse con un crucifijo en la mano”, “quiere que echemos las cortinas”.
Al hóspice llegó un hombre aquejado de una enfermedad neuromotora muy aficionado al whisky. Tenía problemas para tragar, pro las enfermeras descubrieron un modo con el que no tendría que renunciar a ese pequeño placer: hacían cubitos de hielo con el whisky y se los daban para que los chupara. A otro le mullían muchas veces la almohada y a aquel que no podía mover la cabeza le acercaban el televisor, para que pudiera verlo sin problemas.
Cicely decía que a cualquier enfermera le gustaría hacer lo mismo por un paciente, pero para eso se necesitaba tiempo…y mucha gente: en la actualidad el Centro St. Christopher- el hóspice más famoso de Saunders- tiene más de una enfermera por cama.
Cicely no reparó nunca en gastos ni en cariño para sus pacientes. Cuentan que, tras un fin de semana de libranza, los médicos del hóspice se alineaban delante de la mesa de Cicely y esta les contaba, sin necesidad de mirar un solo papel, cómo habían estado los 54 pacientes ingresados durante la ausencia de los médicos.
En una encuesta realizada entre las familias de quienes pasaron allí sus últimos días entre 1977-79, se asegura que un tercio de los enfermos no sufrió “absolutamente nada” durante la última fase de la enfermedad y ninguno tuvo nunca “dolor extremo o severo”. El 60% había padecido “de ligero a moderado”, que en todos los casos se había aliviado.
Los testimonios también así lo atestiguan.

Cicely dedicó toda su vida a luchar por esa atmósfera en la que la gente no pide morir. Quiso dar a los enfermos que no tienen más esperanza que la de ser atendidos hasta el final la dignidad que merecen. De ahí, la importancia de las inversiones en remedios paliativos y la importancia de la educación de los médicos (sanar y cuidar). Nos jugamos la construcción de un sociedad humana. No podemos consentir que la eutanasia aplicada al enfermo termine siendo un remedio adecuado, no para el enfermo, sino para todo lo que le rodea: familia, seguridad social, médicos, hospitales….Todos salen ganando y descansan todos, sobre todo las arcas del Estado. Por ello, el ejemplo de Cicely nos anima en la petición y exigencia de invertir más en remedios paliativos y dignificar la profesión médica incluyendo el cuidado del enfermo como un objetivo irrenunciable cuando ya no se puede curar.