Destacábamos, en el apartado anterior (comentario 20º), cómo se pretende eliminar la dialéctica relación de injusticia estructural «machista», volcándola en otra de carácter simétrico y «hembrista». Pero, esta afirmación que aparenta ser un mero enunciado teórico, se ha implantado, por medio de diversas técnicas en la sociedad, alcanzando rango de costumbre. Describamos algunos rasgos de este ambiente cultural y costumbrista que ya anticipábamos al describir la postergación de la figura del padre y las quiebras sociales provocadas desde la agenda de género.
Desde unos pocos años atrás, algunas conocidas periodistas, junto a otras mujeres relevantes en la vida pública española, desplegaron una análoga actitud vital que devino en auténtica «moda»: la extensión, por no calificar de auténtica «plaga», presentada como modélica, de familias monoparentales. Por medio de la adopción internacional, la inseminación artificial, o la concepción natural (aportada por un desconocido, al menos para el hijo concebido), reivindicaron un supuesto «derecho a los hijos» como vía de desarrollo personal y afirmación social; negando que sean los hijos quienes tienen derecho a unos padres: es decir, a un padre y a una madre. La lista de tales protagonistas es pública y ya muy extensa; y de ser «privilegio» de unas pocas mujeres de las elites, se ha convertido en una práctica muy extendida, percibiéndose ya, a nivel popular, como un verdadero «derecho subjetivo».
Lejos estábamos, ya, de la estigmatización social a la que se sometía a las llamadas madres solteras y sus hijos. Por el contrario, estas mujeres se presentaban -y se promocionaba unánimemente desde los medios de comunicación- como paradigmas de la independencia, determinación, valentía, lucidez ... Unas mujeres admirables «peleando por sobrevivir en un mundo hostil dominado por los machos».
No importaba, después, que fueran jóvenes au paire extranjeras las que educaran a esas criaturas; no en vano, los horarios de una comprometida y pletórica vida profesional y social no permitían a estas aventureras otras fórmulas alternativas de conciliación de la vida familiar y laboral. Y, por supuesto, en toda celebración familiar y social lucirían a sus criaturas engalanadas para la ocasión, con ropas de capricho y marca, colores y lazos de moda, dedicándoles mimos y zalamerías múltiples. Después, ¡cómo poder jugar con su hijo!, no en vano el tiempo es escaso y hay que administrado sabiamente. Lo primero es lo primero: «yo misma».
La que antaño era una situación dramática, se había convertido en modelo de virtudes y vanguardia del cambio social en ciernes.
Otra curiosa circunstancia concurría en este tipo de situaciones. Los hijos de estas mujeres «todo-terreno», casi siempre eran ... niñas. ¿Una simple casualidad? Efectivamente, rescatar niñas de sus respectivos países de origen (China, India ... ), evitándoles una vida de miserias y, seguramente también, de abusos de todo tipo, es muy loable. Pero nunca hemos encontrado a estas mujeres en las denuncias contra el genocidio de niñas por la vía del aborto selectivo que se viene perpetrando en esos mismos países. Lo olvidábamos: «nosotras parimos, nosotros decidimos».
Pero, ¿por qué ese aparente empeño en edificar sus familias excluyendo conscientemente a los varones? Indudablemente, cada caso es único. Pero no impide el que se intente extraer algunas posibles conclusiones desde un contexto más amplio.
Este modelo de familia monoparental encaja perfectamente, al igual que otros fenómenos, en la agenda de género. Así lo contextualiza el escritor José Javier Esparza: «La destrucción de la figura del padre es un viejo propósito de todas las ideologías que desde el último siglo están intentando derribar los últimos vestigios de la sociedad tradicional, natural, para edificar una sociedad nueva, esa sociedad de tipo nihilista que hoy se extiende por todas partes. La destrucción de la figura del padre es uno de los pasos fundamentales de la ingeniería social autodenominada "progresista" y de la ideología "de género".
Para muchas feministas radicales -que desde algunos medios nutridos de varones «postergados» se les denomina «feminazis»-, el hombre -todo hombre- es sospechoso de posibles y casi seguras actitudes brutales y violentas. Desde su mirada, la mujer debe rectificar la evolución social e histórica mediante un hito que establezca un antes y un después. La sociedad patriarcal y machista es el pasado y a la mujer le corresponder diseñar el futuro. Por ello, el hombre -los hombres- es el inmerecido y brutal beneficiario de un pasado a arrasar por la vanguardia de la «nueva mujer»; cumbre y auto conciencia del desarrollo humano.
De este modo, la eclosión de esos nuevos modelos de agregación parafamiliar (homosexuales con hijos biológicos o adoptados, monoparentales encabezadas por mujeres, etc.), apuntalaría al ultrafeminismo en marcha y, por el contrario, debilitaría al machismo encarnado en la «familia tradicional». Ahí se enmarca ese fenómeno con el que iniciábamos este apartado y que asimila a ese presunto machismo con las figuras «tradicionales» del padre y de la madre en su roles naturales; tal y como sintetiza Esparza en el mencionado texto: «Donde la figura de la madre encarna el amor y la ternura, la del padre debe encarnar el deber, el orden, lo que hay que hacer para que la sociedad funcione. Por decirlo en términos muy simples: la
madre cría al hijo y el padre lo orienta a la vida adulta. Eso no quiere decir que el padre no ame, al revés: nada de eso funciona sin amor. Pero sí quiere decir que la madre tiene una función y el padre tiene otra. Que el papá no puede ser una mamá suplementaria ni un colega del hijo». Una estructura natural, y de una experiencia humana varias veces milenaria, preciada herencia de los ancestros, a destruir por unas ultrafeministas en acción movidas por el desamor, el odio ... y la ideología.
El aborto y la anticoncepción, entendidos como herramientas que desplazan el poder en el seno de la pareja a la mujer, son otros de esos instrumentos que han contribuido al cambio de roles; junto a la incorporación de la mujer al mundo laboral, empresarial, político ... El divorcio «exprés», la «discriminación positiva», siempre en beneficio de mujeres, la legislación contra la violencia de género, etc., también se diseñaron con análogas finalidades: la destrucción de la familia y la segregación del varón-padre.
No obstante, este feminismo que se ha movilizado activamente para transformar la sociedad, desde todos los frentes, se presenta a sí mismo como «de la igualdad». Pero, ¿realmente persigue la igualdad o una nueva supremacía sexual? ¿No incurre en los mismos defectos que denuncia del «machismo» con el agravante de violentar a la naturaleza misma?
Es cada vez más evidente que las feministas radicales y sus aliados, han propiciado ciertos fenómenos cuanto menos paradójicos en una sociedad pretendidamente democrática y avanzada. El primero de ellos: la desigualdad jurídica. Hombres y mujeres ya no son iguales ... , ni en sus derechos, ni en sus deberes. Así, en España y desde la práctica penal, la presunción de inocencia en el varón ha sido destruida. Y, cuando nos referimos a la educación y custodia de los hijos, es pública y notoria la presunción en favor de la mujer: la madre, por definición, es cbuena madre». De tener alguna pretensión, el padre, tendrá que demostrar que está hipercapacitado y que la madre no lo está en absoluto. Esas mujeres a las que nos referíamos al principio, han construido su mundo inmediato a su imagen y semejanza. Un mundo de mujeres en el que, a modo de colmena, los hombres que se adapten, cumplirían el papel de zánganos y ellas ... el de reinas. Una sociedad machista pero a la inversa: hembrista, pues; pero contraria al sentido común y a la misma naturaleza.
El cambio ha sido tan profundo que ha transformado expresiones tan espontáneas y costumbristas como el mismísimo sentido del humor. Si antaño, los chistes machistas ridiculizaban tradicionales roles y comportamientos femeninos, hoy tales manifestaciones suponen la reprobación general. Por el contrario, el acompañamiento coreo gráfico al creciente repertorio humorístico feminista -con las inevitables enseñanzas de que las mujeres están capacitadas para hacer perfectamente dos o más funciones, ante la incapacidad varonil para ello, por ejemplo- implica modernidad, progresismo, apertura intelectual.
Este hembrismo cotidiano, práctica común de una ideología muy elaborada, ha dividido el mundo en buenos y malos. Las mujeres sumarían todas las virtudes: intuitivas, transmisoras y controladoras de la vida, pragmáticas, sensitivas, pacíficas. Los hombres, ya se sabe, brutales, inconscientes cazadores y guerreros, indolentes, insensibles, violentos, imprevisibles, infieles: en consecuencia, hay que anticiparse ... y controlarlos desde el Estado y el control social informal.
Los hombres, por ello, a no pocas de esas feministas, les sobran. A ellas y a sus hijas. Incluso de su entorno familiar más inmediato. Y para ello disponen de herramientas cuya eficacia ya ha sido probada: las denuncias falsas, el recurso a la fuerza estatal, la discriminación positiva ... y no faltan asociaciones bien subvencionadas que, si bien en muchos casos cumplen un excepcional papel social de apoyo a mujeres maltratadas y en otras situaciones de riesgo, impulsan esa progresiva exclusión de masculino en diversos ámbitos; empezando por el familiar.
No. Ese feminismo, por mucho que digan, no es un feminismo de la igualdad, supuesto remedio de machismos trasnochados y violentos. Es más: violenta la experiencia de toda la humanidad que nos ha precedido. Retornemos, el argumentario del citado texto de Esparza: «Esto no tiene nada que ver con estructuras de producción ni con las peculiaridades étnicas, porque ocurre en todas las sociedades y en todos los tiempos, sino que es, insisto, un hecho de naturaleza, es decir, pura antropología. Sencillamente, los humanos somos así».
Es un feminismo de la supremacía, de la revancha, de la violencia. Un feminismo segregador, sexista y de la venganza: verdadero hembrismo que trata de superar, en lo peor, a su pretendido rival machismo.