Cuando se pierde la trascendencia se produce una fuga hacia la utopía. Tengo el convencimiento de que anular la trascendencia es para el hombre una amputación de la que propiamente se originan todos sus males restantes. Privado de su auténtica grandeza, no tiene otra salida que entregarse a esperanzas aparentes; ello con la agravante de reforzarse así un angostamiento de la razón que impide ya aprehender como racionales las cosas verdaderamente humanas. Marx nos ha enseñado que hace falta extirpar la trascendencia para que el hombre pueda al fin, curado ya de falsas consolaciones, edificar un mundo perfecto. Pero sabemos hoy que el hombre necesita la trascendencia para poder construir su mundo, siempre imperfecto, de un modo que permita vivir en él con dignidad humana.
Si hasta ahora hemos considerado de un modo superficial, incluso en el aspecto político, una época de socialismo o fascismo, se impone contemplar su realidad como épocas de ideologías idolátricas, ficticias religiones que difunden esperanzas puramente seculares de salvación. Goethe supo describir esto de un modo clarividente en sus “Épocas del Espíritu”:
“Cuando esa mentalidad se haya expandido, enseguida vendrá una última época que vamos a llamar prosaica: porque no sabrá siquiera humanizar lo sustancial de las pretéritas asimilando de ellas el claro entendimiento y los usos entrañables, antes bien revestirá lo más antiguo con las formas de la vulgaridad; y de esta manera destruirá completamente sentimientos ancestrales, creencias populares, credos sacerdotales e incluso esa fe del intelecto que aún se siente capaz de suponer tramas maravillosas tras lo insólito. Esa época no puede durar mucho. Apremiado por la necesidad ante el cariz del mundo, el hombre da un salto hacia el pasado en busca de dirección certera; mezcla creencias primitivas, populares y sacerdotales; se aferra a tradiciones de acá y de allá; se hunde en lo misterioso, y sustituye la poesía por fábulas que convierte en artículos de fe. En lugar de enseñar con buen criterio e instruir serenamente, se siembra a capricho juntamente la cizaña con la buena semilla en todas direcciones; no hay ya un centro al que se pueda dirigir la mirada, pues cualquiera se siente autorizado a presentarse como jefe y maestro y ofrecer sus más perfectas necedades como una obra completa. Y es así como viene a perderse el valor de todos los misterios, y con ello a resultar profanada la fe popular. Cosas que antes se deducían unas de otras de modo natural vienen a comportarse como elementos antagónicos, y con ello aparece nuevamente el caos, pero no como aquel originario germinal y fecundo, antes bien como un caos de muerte y putrefacción del que difícilmente podrá otra vez crear el Espíritu divino un mundo que sea digno de ÉL”
Según lo que podemos alcanzar, no tiene paralelo en la historia la situación espiritual de nuestro tiempo. Incluso será inútil compararla con las vicisitudes de otras culturas que ha descrito Spengler. La época convulsiva que, al declinar el barroco, se iniciara con la Revolución francesa y la irrupción del hombre autónomo puede significar el fin de la cultura occidental; pero el hecho es que, merced a los conocimientos alcanzados por la civilización técnica que es hija de esa cultura, el discurrir espiritual de Europa ha ganado resonancia universal. Hemos de preguntamos si el imperio de las ideologías y del hombre autónomo, ayudado por los medios de la civilización técnica, nos habrá de llevar a un existir de termitera, despojado de fe y hundido en la barbarie, o si, por el contrario, nos conduce a una etapa transitoria de retorno a la fe, a la humildad y a la moderación. La respuesta depende de la gracia, pero también del temple moral de cada uno. Carl Carstens ha invitado a distinguir con claridad las tendencias a la emancipación del concepto cristiano de la libertad, y ha pedido humildad, modestia y veracidad; humildad sobre todo en la manera de tratar las cosas creadas y la vida humana.
Importa especialmente esa humildad en el comportamiento del hombre con la vida, incluyendo la vida no nacida y atendiendo a los límites morales de la biomedicina y la técnica genética. Hans Jonas ha escrito que «nuestra humanidad actual exenta de tabúes tiene necesidad de crear otros voluntariamente a fin de proteger lo que es "sagrado". Me refiero con esto a un valor último intangible. Tal es la "imagen del hombre", nuestra naturaleza genérica. Me acojo a este concepto ante la circunstancia de que el hombre se convierta en objeto de su propio poder científico y técnico y su capacidad de producir modificaciones. Se impone una actitud de mesura, que sólo se tendrá cuando se reavive algo así como un temor último, ése que primitivamente se situaba en el plano religioso efectivo y que, por la razón indicada, no debería ser barrido por una mentalidad que mira solamente a las cosas de este mundo»>?'.
Pero es harto dudoso que este mundo enteramente secularizado sea capaz de establecer tales tabúes y límites para sus actuaciones, una vez que ha dejado de ver en cada ser humano la imagen de Dios. Más realismo parece demostrar Solzhenitsyn cuando escribe: “A esa loca ilusión de los dos siglos últimos, que nos ha conducido hacia la nada y hacia la muerte atómica y no atómica, podemos oponer únicamente la búsqueda constante de la mano que Dios tiende y que de un modo tan necio y arrogante hemos venido rechazando. Un torbellino azota a nuestros cinco continentes; pero el alma del hombre muestra sus más excelentes facultades precisamente en tribulaciones como esas. Si hubiésemos de hundimos y perder el mundo, nuestra sería solamente la culpa”.
Importa especialmente esa humildad en el comportamiento del hombre con la vida, incluyendo la vida no nacida y atendiendo a los límites morales de la biomedicina y la técnica genética. Hans Jonas ha escrito que «nuestra humanidad actual exenta de tabúes tiene necesidad de crear otros voluntariamente a fin de proteger lo que es "sagrado". Me refiero con esto a un valor último intangible. Tal es la "imagen del hombre", nuestra naturaleza genérica. Me acojo a este concepto ante la circunstancia de que el hombre se convierta en objeto de su propio poder científico y técnico y su capacidad de producir modificaciones. Se impone una actitud de mesura, que sólo se tendrá cuando se reavive algo así como un temor último, ése que primitivamente se situaba en el plano religioso efectivo y que, por la razón indicada, no debería ser barrido por una mentalidad que mira solamente a las cosas de este mundo»>?'.
Pero es harto dudoso que este mundo enteramente secularizado sea capaz de establecer tales tabúes y límites para sus actuaciones, una vez que ha dejado de ver en cada ser humano la imagen de Dios. Más realismo parece demostrar Solzhenitsyn cuando escribe: “A esa loca ilusión de los dos siglos últimos, que nos ha conducido hacia la nada y hacia la muerte atómica y no atómica, podemos oponer únicamente la búsqueda constante de la mano que Dios tiende y que de un modo tan necio y arrogante hemos venido rechazando. Un torbellino azota a nuestros cinco continentes; pero el alma del hombre muestra sus más excelentes facultades precisamente en tribulaciones como esas. Si hubiésemos de hundimos y perder el mundo, nuestra sería solamente la culpa”.
Motivos de esperanza nos da el hecho de que precisamente las ciencias de la naturaleza parezcan estar dejando atrás la época marcada por un materialismo tosco y por la fe en que todos los enigmas del universo podrían explicarse. Recordemos lo que el papa Pío XII dijera ya en el año 1951 a los participantes de un congreso que la Academia Pontificia de las Ciencias había convocado para tratar el tema de las pruebas de la existencia de Dios a la luz de las modernas ciencias: «Frente a lo que de un modo liviano se afirmara con anterioridad, la ciencia verdadera hace el descubrimiento de Dios, y tanto más lo hace cuanto más adelantan sus progresos: como si Dios se hallara esperando detrás de cada puerta que la ciencia abre. Pascual Jordan llega a la conclusión de que cuantas barreras y obstáculos puso la vieja ciencia en los senderos de la religión han desaparecido ya. Max Planck piensa que los copiosos éxitos de la investigación científica refuerzan en nosotros la esperanza de ir profundizando sin cesar en el vislumbrar de la obra de una razón omnipotente que rige por encima de la naturaleza. Y Hermann Staudinger viene a reconocer que no es posible explicar de una manera exhaustiva la vida por medio de la ciencia: la vida es un prodigio.
(Contra Torrentem. Hans Graf Huyn).
(Contra Torrentem. Hans Graf Huyn).