viernes, 7 de enero de 2011

Libro del mes (enero 2011): Plaza del Castillo.


El autor de este libro es Rafael García Serrano y nos narra en esta novela la vida de Pamplona, días antes del inicio de la guerra civil, con un afán y un espíritu de concordia entre los españoles, aunque estuvieran en distintos bandos políticos.
Veamos algún fragmento del libro:
-“Vamos; si tenemos tiempo pararemos a la vuelta. Ochoa dijo:
- Pero ahora no se puede morir, no se puede morir; mañana será otra cosa, mañana podremos morir cualquie­ra. Hoy, no.
En algunos sitios tenían que detenerse bastante. Salían a la luz los depósitos de armas. Saltaban las tarimas de an­tiguas salas, se abría la tierra de los huertos y hasta los fie­les difuntos alargaban los fusiles enterrados en los cemen­terios. También habían conspirado los muertos, también ellos guardaban el secreto en su silencioso descanso, tam­bién ellos habían dicho: «Aquí estamos nosotros», por­que sabían que en aquel juego les iba la paz del alma, la oración, el funeral, aquel crucifijo que tuvieron en las ma­nos, la fe de sus descendientes, la vida de la tierra que ellos nutrían con sus despojos. Joaquín repartió armas en una viña. «La cosecha del año», comentaba un rapaz. Y un hombre le dijo: «Chico, con esto en la mano da gusto morir sin manchar las sábanas».
Pensaba Joaquín en lo hermoso que sería dar a aquel pueblo la paz, el pan y la justicia, puesto que tan genero­so se mostraba a la hora de defender la patria que nadie les había hecho grata, ni tolerable ni igual para todos. Aquel pueblo que encontraba una razón de unidad entre abru­madoras y exasperantes diferencias. Recordó la puerca conversación que sostuvo con un aristócrata de casta re­limpia -salvo las intromisiones normales- cuando fue a pedirle trabajo y tierra, tierra pagada, para unos cuantos de aquellos que ahora se disputaban las armas. Fue en Ma­drid. El noble terrateniente se rascó la cabeza. Ni siquiera conocía la existencia de aquella finca. Joaquín creyó que su misión iba a tener éxito, porque aquel tipo estaba asus­tado de la marcha que llevaban los negocios españoles, pero al escuchar la respuesta del descendiente de un capi­tán pobre, bravo, y espléndido, se quedó frío. «Es impo­sible este pueblo nuestro. Se muere de hambre y se harta de fornicar. Luego vienen los hijos y tengo que pagar yo. Mire usted, joven, no le pago el gusto a nadie, al menos mientras pueda elegir.» Rió su gracia. Joaquín dio un portazo que casi desabrocha el chaleco al mayordomo. Ahora lo contaba, en el coche, camino de la movilización.-Bueno -comentó Olaz-, supongo que levantarán la veda para guarros de este calibre. Joaquín no dijo nada, a sabiendas de que callando mentía, porque estaba seguro de que aquel hombre géli­do, siempre a salvo, apostaba fuerte por ellos mismos, por los cinco de aquel coche, por aquella solitaria patrulla que iba gritando: «¡Eh, las provincias, en pie!». Por todos los que en aquella misma hora llamaban a las puertas de las casas, entraban en los pueblos españoles para decretar una movilización subterránea que el sol tornaría libre y ra­diante. «Al menos -pensaba Joaquín- que no pueda elegir, que elijamos nosotros.»

A las dos de la mañana murió Vallejo. Estaban con él sus camaradas. En torno a su agonía España se echaba al monte, como en las grandes ocasiones. Vallejo confesó la tarde anterior. Había pedido perdón por sus pecados, por aquel pistoletazo que abatió a un hombre. Él no quiso matar nunca, y cuando le tocó en suerte lo hizo sin ira, sin odio, sin rencor alguno, con el alma limpia y en paz.
Quería vivir con los suyos, con su familia, con los hombres de su estirpe, quería compartir las duras y las maduras con todos los que habitaban el destartalado solar de España. Buscaba la verdades elementales y claras, el amor, la espe­ranza, la justicia, la alegría, el pan nuestro de cada jorna­da, compartir la patria como en sacramento, y las circuns­tancias le habían acosado hasta hacerle matar. Matar era sencillo, peligrosamente sencillo. Y por eso pedía perdón, porque matar era muy sencillo. Un poco antes de morir abrió unos ojos opacos, ya fijos en algo lejano e impalpa­ble, en una región sin sustento físico; pero él todavía esta­ba en la tierra. Dios sabe a quién daba la última explica­ción. Dijo: «Aprobaré en septiembre».
Volaban hacia Pamplona. El silencio era abrumador.
Ochoa intentó romperlo.
-Vaya un jabato que era. No se ha dejado morir hasta que su muerte no comprometiese nada.
Nadie contestó. Echó un nombre por delante, acotán­dolo.
- De ése me encargaré yo.
-Tú no. Tú le odias. No podemos odiar a nuestros enemigos. Mañana hemos de vivir con ellos.
Entonces Joaquín pensó que aquella noche era una no­che alegre y que quizá no hubiese tiempo para lamentar las bajas. Hizo un esfuerzo y aconsejó:
-Me parece que nos conviene cantar algo y hasta que llegaron a Pamplona fueron cantando, sin solemnidad ninguna, aquellas letrillas ingenuas y bárbaras que especificaban la cantidad de vagones necesarios para el transporte de su jefe encarcelado”.