sábado, 29 de diciembre de 2012

16º Comentario de Filosofía


A.- En la escuela de los fantasmas 

Cualquiera puede leer en su catecismo que, por su muerte y su resurrección, Cristo ha matado la muerte. Ahora bien, el mundo se las ha ingeniado para hacer lo mismo: ha matado la muerte, pero no mediante una resurrección, sino mediante una reduplicación de la misma muerte, desposeyendo a cada uno de su propia muer­te. Cristo ha hecho de nosotros resucitados ya en esperanza. El mundo, por la desesperación, ha hecho de nosotros fantasmas ya.

No digo muertos vivientes. Los muertos vivientes son simpá­ticos. Me entretuvieron mucho en la adolescencia: de un bonito azul verdoso, terrosos, hirviendo de gusanos, iban a sembrar el pánico en los centros comerciales. El fantasma, en cambio, no está muerto ni vivo. Es diáfano, limpio, parece el cliente perfecto. Lo que mejor le iría es el traje y el maletín. Estaría a sus anchas en los barrios de negocios, entre los rascacielos de La Défense. Está pagado de sí y nada le sorprende y ya sólo se preocupa, por así decir, de su paga. No ha conseguido morir porque no ha conseguido vivir. Mientras que el resucitado ha descendido a los infiernos, el fantasma le ha cogido miedo a los infiernos y se mantiene artificialmente en un semimundo.

Se puede forzar el paralelismo un poco más. El resucitado asume la muerte en una vida gloriosa: sus heridas son lumino­sas. El muerto viviente absorbe la vida en una muerte indefini­da: sus heridas siguen supurando. El fantasma rechaza tanto la vida como la muerte: su cuerpo está des-encarnado, su presencia es espectral. El resucitado ha vencido la muerte de tal forma que irradia vida por todas partes. El muerto viviente está vencido por la muerte de tal forma que la lleva con él a todas partes. El fantasma no ha vencido la muerte, pero tampoco se decide a ser vencido por ella. Vive en desobediencia a la muerte, quebran­tando el destierro. Pero le pertenece más que nunca".  El resuci­tado une el cielo y la tierra. El muerto viviente hace desbordarse la tierra bajo el cielo. El fantasma tiene su página web. Precisamente por haber sido educado en la escuela de los fan­tasmas, Vincent Humbert pensó que tenía derecho a que lo mataran. En esa escuela, Noelle Chátelet enseña que morir con dignidad consiste en destruirse desde el momento mismo en que uno se siente inútil. Un fantasma no merece vivir: tampoco merece morir como un hombre. Es preciso, por tanto, que le pongan una inyección como a un perro viejo. Sólo insistiré en cuatro aspectos de la escuela de los fantasmas: dos lecciones y dos experiencias. Todo el mundo las conoce. No soy más que un profesor particular y me limito a repasarlas. Me contentaré sólo con mostrar cómo recusa esa escuela la muerte personal y cómo prepara el asesinato en masa.


Lección nº 1: Atomización del hombre.- La naturaleza, se enseña en nuestra escuela, es sólo un mon­tón de corpúsculos, un fondo de energías explotables. En otras épocas, en cada árbol se creía ver una dríade; hoy día, se prevén en el árbol las planchas de madera, el carbono, los átomos. El río, con su reflejo centelleante, parece trenzar lo invisible con sus aguas: un espíritu simple adivinaba en él la presencia de un espíritu, un poeta encontraba en él la forma de cantar al paso del tiempo y al baño que nos lava de nuestras culpas. El comerciante confía en hacer un área turística, el ingeniero reconoce una fuerza hidráulica o un sistema de refrigeración ideal para una central nuclear. No sé cuál de las dos visiones es la más rea­lista. Creo que la del espiritu simple: entrever una dríade bajo el ciprés, adivinar un ángel trenzando las aguas del Ródano, no hay nada más objetivo. Es reconocer la evidencia de que hay un orden que nos supera, una belleza que nos llama. No ver ese or­den ni esa belleza, reducir todo a una materia informe utilizable a voluntad, no es otra cosa que la ceguera. Pero esa ceguera se llama clarividencia técnica, porque en lugar de la belleza que nos llama ve números que podemos contar; en lugar del orden que nos supera proyecta un orden fabricable.

El dominio de lo físico-matemático sobre toda sabiduría, aun sobre la mitológica, introduce una muerte anterior a la muerte. Es inútil que la bomba haga explosión: el mundo ya está ato­mizado. Por mucho que Ginette se ponga su vestido de flores para el baile de los bomberos, no deja de ser un montón de venas y sinapsis, de secreciones y de glándulas, de quarks y de gluones. Su historia de amor depende de la química. Su desti­no se sondea en el acelerador de partículas. El bombero que la tomará entre sus brazos, la java que bailarán juntos, sólo serán un remolino de corpúsculos girando alrededor de otro remolino y sus emociones se podrán cuantificar perfectamente e incluso reproducirlas mañana en cápsulas.

¿Qué es el hombre? Una acumulación de átomos que funcio­na de modo mecánico. ¿En qué consiste su mal? En una avería que unos cuantos cálculos pueden reparar. Dicha curación se­ría, sin duda, la peor de las catástrofes. Le demostraría al hombre que sólo es una máquina. Su salvación no dependería de un Dios, sino de un mecánico o de un informático. Ése es el proceso de atomización: reduce nuestra angustia a un desorden en la organización de nuestras moléculas y no consigue más que multiplicar la angustia. Nada hay más deprimente que el éxito de los antidepresivos. Nada más irritante que un calmante efi­caz. Se convierte así la medicina en una epidemia infinitamente más grave que la peste y el cólera. En la Edad Media, la peste hacía acordarse de los pecados y de la salvación eterna. Hoy, una medicina basada en una concepción materialista del hom­bre lo condena a dejar que su alma se pudra en un cuerpo tan robusto como el granito de una tumba.

En este caso, la tragedia es menos el dolor que la reducción del dolor a un simple problema técnico. Lo humano es que el dolor tenga un sentido metafísico. Si es solamente un problema físico, si se puede perfectamente dejar de sufrir, ¿qué sentido tiene todo esto¿Qué vale incluso la salud? ¿En qué posee nues­tra vida más valor que la de un mejillón o la de un protozoo, o incluso que la simple existencia de una molécula de hidrógeno? La muerte humana no tiene más sentido que la fisión de un núcleo de uranio. No hay muerte humana. Primera lección de los fantasmas.



Lección nº 2: Exaltación del animal.- El hombre, se enseña también en nuestra escuela, desciende del mono. Es verdad que usted nunca habrá visto a una mona alumbrar a un futuro abogado y que nunca antes se le habría ocurrido que Ava Gadner o Charles de Foucauld fueran los des­cendientes evolucionados de un chimpancé primitivo. Incluso cuando a Demis Roussos, con su abundante sistema piloso, se le calificaba de gorila era sólo bromeando. Pero ahora no se trata de una broma. La comparación es muy seria. Leo en un libro de texto del último curso del bachiller de ciencias: "Entre el hombre y los grandes simios, la única diferencia genética que hemos conseguido detectar es un gen que codifica una enzima responsable de un azúcar llamado ácido siálico [ ... ] ¿Será un azúcar lo distintivo del hombre?" Maravilloso, me digo, con esas premisas se acaba concluyendo la existencia del alma es­piritual. En efecto, si el hombre y el mono están tan cerca ge­néticamente, eso significa que el abismo que los separa - el primero leyendo a Darwin y el segundo comiendo cacahuetes - no puede depender de algo corporal. Ahora bien, el libro de texto no parece ir en esta dirección. Propone algunos ejercicios edificantes: "A partir del documento n? 1, justifique el lugar que ocupa el Hombre entre los Primates". O también: "Anali­zando el documento n? 3, responda a las preguntas siguientes: a) ¿Cuáles deben ser las características del ancestro común más próximo al Hombre y al Chimpancé? b) ¿De cuándo data la separación entre esos dos linajes?"
Vemos así que es inútil ha­cerse el árbol genealógico o tener un mínimo respeto por los ancestros: ¿adónde iríamos a parar? Tendríamos que poner unas hierbas sobre el esqueleto de un primate en vez de ponerlas en la tumba del Soldado Desconocido. El Presidente de la República debería pronunciar, el 14 de julio o cualquier otro día, un gene­roso discurso acerca de ese mono a quien el mundo y la nación le deben, en última instancia, el estar de pie.
El darwinismo contemporáneo nos explica que la evolución de las especies se produjo mediante mutaciones genéticas alea­torias y selección natural: los mutantes más adaptados sobre­viven. Parece una explicación racional. En realidad es puro misticismo. La noción de aleatoriedad remite a algo que actúa precisamente de forma aleatoria, es decir, tan pronto de una manera, tan pronto de otra, deshaciendo lo que hizo. Ahora bien, en este caso, el azar sería el gran organizador. La evolu­ción sería su martingala. Y muchos de nuestros científicos se imaginan que arrojando dados de materia durante quince mil millones de años obtendrían algún día al general de Gaulle o a Charlie Chaplin. Con su bastón y su sombrero hongo. Por lo que toca a la selección natural, ¿qué hay más adaptado a un universo mineral que un guijarro? ¿Qué hay más adaptado a un universo vegetal que una planta? No se ve por qué iría a aparecer una forma superior. Pero no es cuestión de ver. Hay que creer, sin reflexión.
Los verdaderos científicos se han rebelado contra el darwinis­mo desde hace mucho tiempo: reconocen la evolución, no como azar, sino como diseño inteligente. En 1969, Arthur Koestler organizó un congreso titulado Mds allá del reduccionismo, que reunió a grandes biólogos críticos con la ortodoxia darwiniana, así como a lingüistas y a psicólogos, entre ellos David McNeill y  Jean Piaget.
 Nuestros libros de texto no han escuchado su ad­vertencias. Siguen predicando, según la lógica de los fantasmas, que de lo menos puede surgir lo más, que el desorden puede producir orden, lo imperfecto lo perfecto y la ameba a Teresa de Ávila.
El que convocó ese congreso fue un autor antifascista como Koestler porque el darwinismo no sólo está en el origen del nazismo, sino también en el del comunismo: "Engels no podía soñar un mayor cumplido para las obras eruditas de Marx que el que fuera considerado el «Darwin de la historia»"  De he­cho, basta reemplazar la noción de especie por la de clase para encontrar estructuras análogas. Los dos grandes totalitarismos modernos beben de esta fuente inglesa. El vínculo es evidente: el darwinismo niega la existencia de una naturaleza humana. La especie es sólo una instantánea provisional dentro del gran movimiento de la evolución. Proviene de algo distinto de ella misma y tiende a algo también distinto. Lo que hay en ella de más bajo toca la especie inferior, lo que hay de más elevado toca ya la especie superior. Hay hombres, pero también hay subhombres y superhombres, ya que lo que llamamos hombre se sitúa más o menos adelante en la línea de la evolución. Está claro que el superhombre es el más adaptado: está llamado a vivir. El subhombre está condenado a desaparecer: parte de la bondad del superhombre es acompañado dulcemente a esa des­aparición. Su muerte no tiene más importancia que la de un animalito. Oh, tenemos que amar a los animales y prohibir la vivisección ¿No son todos ellos primos lejanos nuestros? El único con el que podemos hacer experimentos, y al que conviene eliminar cuando a los verdaderos hombres les falten recursos y espacio vital es al subhombre. Estamos seguros de que no tiene futuro sobre la tierra.

Las tesis racistas proclamadas en Núremberg declaraban "una distancia mayor entre las formas más bajas llamadas también humanas y nuestras razas superiores que entre el hombre más inferior y el mono más elevado". La escuela de hoy condena las leyes de Núremberg con gran acompañamiento de gritos y de indignaciones líricas, pero conserva sus principios. De las mismas premisas darwnianas saca conclusiones no menos delicadas. Un feto humano no es verdaderamente un hombre. Un discapacitado mental o un enfermo físico incurable ya no pueden llevar una vida verdaderamente humana. Y además son cargas para los hombres saludables. Se los puede excluir o des­truir sin perjuicio. Su conservación sería dañosa para nuestras finanzas y cavaría la fosa de la Seguridad Social. La noción de naturaleza humana implica esta consecuencia simplísima: desde el momento en que un ser tiene esta natu­raleza, posee la dignidad humana, sea cual sea su condición mental o física. Si desconocemos esta evidencia, otorgaremos la dignidad según criterios arbitrarios: la raza, la vitalidad, la con­ciencia, la capacidad de ver Sin ninguna duda o el poder para irse de vacaciones a las Seychelles. Ahora bien, hoy día, se su­merge muy tempranamente al hombrecito en el baño de dicho desconocimiento a fin de transformarlo lo más rápidamente en fantasmita. Al principio, no se llega a conseguir: "¿La abuelita, en su silla de ruedas, tataranieta de un cuadrúmano?" Pero poco a poco, con la experiencia y la incubación de la desperanza, aca­bar por conseguirse del todo . Acaba comprendiendo que el embrión humano está más cer­ca del renacuajo que del hombre, y que el enfermo incurable roza la especie de las leguminosas o los fósiles. Por supuesto, él sólo niega la humanidad a individuos de su propia raza: ¿hay mejor demostración de su antirracismo? Por el contrario, y si­guiendo al utilitarista Peter Singer," reconoce enseguida que la vaca lechera es superior al comatoso que chupa electricidad. A lo que habría que añadir que hay quien es siempre superior al hombre, sean cuales sean las circunstancias: el cerdo. Porque del cerdo, como dice el refrán, todo se aprovecha. Mientras que muchas de las partes del hombre se corrompen.




Experiencia nº 1: El flujo móvil de las multitudes.- Si el efecto de estas dos lecciones no ha sido suficiente, dos experiencias sociales vendrán en ayuda del aprendiz de fantas­ma. La modernidad hizo aparecer las megápolis y las muche­dumbres. Se dice que fue la primera en reconocer la unicidad de la persona humana, que en otros tiempos el individuo sólo se veía como producto del grupo. Ese discurso humanista sirve para tranquilizamos ante el espanto causado por una sociedad de masas. Porque la verdad es justo lo contrario.

En otros tiempos, en el pueblo, no había un solo transeúnte que no fuera conocido. Robert el herrero, Yvon el panadero, Géraldine la criadora de ocas, cada uno con su rostro y su nom­bre, y además se sabía perfectamente a qué familia pertenecían, de ahí la importancia del honor y de la fama. El apellido no se debía ensuciar, había que darle lustre. Hoy día, ¿qué vale un apellido? ¿Quién posee un rostro que le sea familiar a todo el que pasa? Las artistas, podríamos responder. Pero ni siquiera una artista es reconocida en su descendencia carnal, lo es más bien en una especie de mercado. Su rostro es apreciado sólo por su parecido con el cartel publicitario. La imagen se convierte en el modelo: una imagen difundida en millones de ejemplares bajo la que debe desaparecer ese pobre rostro humano donde se unen dos linajes. Ya sólo somos números y, los que acaban siendo célebres, códigos de barras. Estamos en el reino del ano­nimato o de la pseudonimia: en el caso de las estrellas, el apelli­do acaba siendo un pseudónimo, puesto que pierde su función de remitir a una familia y hace que nos volvamos rápidamente hacia el anonimato, ya que sólo sirve para distinguir, entre los estantes, sus productos de los de los demás. No se trata sola­mente de haber desaparecido entre la muchedumbre, es que la celebridad en el mundo nos hace menos conocidos, menos realmente presentes que la proximidad en el pueblo. La ciudad global nos sumerge en "el flujo cambiante de las multitudes", según expresión de Baudelaire. Pero se pueden citar aquí los versos del "Brindis fúnebre" de Mallarmé, compuesto en 1873, poco tiempo después de haberse instalado en París: ¡Aquella muchedumbre extraviada anuncia: Somos la triste opacidad de nuestros futuros espectros! En Los cuadernos de Malte, Rilke relaciona sin ambages el ad­venimiento de las masas y la desaparición de una muerte propia. La muchedumbre no sólo hace de nosotros espectros idénticos a los espectros futuros, sino que nos impide, como a todo espec­tro, morir humanamente. Estamos al comienzo del siglo XX y el hospital aparece ya como un universo de concentración: "Hoy se muere en quinientas cincuenta y nueve camas. Naturalmente en serie, como en la fábrica. En toda esa enorme producción, además, no hay una muerte individual, pero eso no importa. Lo que cuenta es la masa. ¿A quién le preocupa todavía una buena muerte? A nadie. Hasta los ricos, que, sin embargo, podrían permitirse morir como es debido, empiezan a ser descuidados e indiferentes; el deseo de tener una muerte propia se hace cada vez más raro. Dentro de un poco acabará siendo una cosa tan rara como tener una vida que sea igualmente propia"






Experiencia nº2: La destrucción violenta de la especie.- Según Arthur Koestler, el mundo contemporáneo no habría comprendido aún que, más allá del individuo, nos enfrentamos ahora a la finitud de la especie. Quizás no lo haya comprendi­do, pero lo barrunta. Sus empresas son esfuerzos por aturdirse ante tal fatalidad, lo mismo que los que van a ser ejecutados se dan un atracón. Todos los hombres pueden ser destruidos con la simple presión de un botón. Esa posibilidad de exterminio total hace más aceptable la permisividad a la hora de destruir a un solo hombre, y sobre todo la tentación de destruirse a uno mismo, en una huida hacia delante. ¿Qué es eso al lado de la amenaza que pesa sobre nuestras cabezas?

Günther Anders subraya que la bomba (que puede ser una central nuclear) hace de nosotros unos desesperados: "Porque los que blanden la bomba como amenaza no son los únicos en convertirse en nihilistas. Los amenazados - todos nosotros, en este caso - también acabamos siéndolo"." No hay ninguna necesidad de leer a Bakunin o a Cioran para ser un integrista de la fe. Ya no se trata de una pose literaria de adolescente tene­broso. Ya no se trata de una coquetería aristocrática de filósofo. Este nihilismo afecta al tío más insignificante. Anders cuenta una conversación que escuchó en un tren a Frankfurt en 1952. Un viajante de comercio le dice a una sueca que viaja por cuen­ta de una red internacional de hogares para niños: "¿Realmente cree usted que nosotros valemos algo ahora que existen estas máquinas? ¿Y sus críos, los críos por los que usted recorre el mundo?" De entrada, nuestros críos son muertos prorrogados, es decir, fantasmas, no están muertos del todo, pero tampoco están vivos, puesto que importan un pito. Sin embargo, lo nuclear de la bomba no es nada si se compara con lo nuclear de la genética: lo primero opera una destrucción exterior, lo segundo una destrucción interior. Lo que se mani­pula ya no es el núcleo de uranio, es el núcleo del hombre. La extinción del homo sapiens sapiens no se debería a su erradicación accidental, sino a su mutación programada. En 1969, el viejo Heidegger respondía a un periodista de la televisión alemana. "Cuando usted evoca esa idea de peligro que representa la bom­ba atómica y del peligro aún mayor que representa la técnica, pienso en lo que hoy se desarrolla con el nombre de biofísica, y en lo que, en un periodo de tiempo no muy grande, estaremos en condiciones de hacer con el hombre, es decir, construirlo en su misma esencia orgánica, del tipo que haga falta: hombres habilidosos  O torpes, inteligentes y tontos. Llegaremos a eso. Las posibiilidades técnicas están hoy a punto. ...
Hemos progresado desde entonces. La democracia liberal está a punto de realizar el eugenismo con el que soñaba el Tercer Reich. Vamos a hacer al hombre, es decir, a deshacerlo para fabricarlo  después como cualquier producto comercial. En los curriculum para opositar a los títulos habrá que añadir el mapa genómico. Ya estamos en trance de hacer el útero artificial, en de las parejas de moda será un magnífico cacharro en medio del­ salón. Habrá diferentes marcas de niños, según los laboratorios. Ya no habrá modas de vestido, sino de cuerpos o de rostros. Habrá distintas posibilidades para elegir: manos largas, tipo leñador  dedos largos marca "Franz Liszt", pecho doble de la serie "Lollobrigida", hoyito en la barbilla "Kirk Douglas" o cerebro "Albert Einstein" ... Todo estará en el catálogo de La Redoute.  En las páginas de "puericultura". De todas formas, ya hay almacenes de embriones sobrantes que no se pueden vender en las rebajas y que estamos obligados a destruir.

  Este probable porvenir basta para hacer de nosotros seres caducos ­en el plano biológico. Pero podemos ir más lejos y reco­nocer que, en el fondo, hemos alcanzado la caducidad hasta een el plano cultural y moral. Tanto como la bomba y la biogené­tica, la Primera Guerra Mundial y sus hecatombes de jóvenes soldados considerados como "material humano", las masacres y hambrunas organizadas por aquellos que prometían el radiante futuro del comunismo y, finalmente, la destrucción de judíos de Europa como apoteosis de nuestro impulso hacia el progreso, han dejado en  nosotros su huella mortal. Hitler adora­ba a Bruckner dirigido por Furrwangler. Eichmann leía a Kant, Irma Grese era una mujer graciosa. Kramer, el director de Ber­gen-Belsen, podaba sus rosales y jugaba con sus hijos tras jornada forzosamente agobiante. Decía creer en Dios. Que la elevadísima civilización alemana pudiera producir esta civilizada carnicería no puede hacer otra cosa sino hacemos dudar de toda ­civilización humana." La construcción europea no debe ilusio­narnos. Además, no se fundamenta en la cultura y la tradición sino en la economía. Esa duda trabaja para destruir toda fe en las obras del espíritu y empujarnos a la embriaguez del consumo. Auguste seguía creyendo en la inmortalidad en la memo­ria de los hombres, y planteaba la alternativa: "Vivir para el o y subsistir en el otro, o bien perder la existencia subjetiva con la existencia objetiva"  Pero para adoptar una alternativa como ésa hay que seguir creyendo en una civilización que vendrá, Ahora bien, ya no creemos en la posteridad. Ya no recogemos ­ninguna herencia. Hemos rechazado todos los testamentos.
Flora Shrivjer Jacobs, una superviviente de Auschwitz, evoca ese espíritu de devastación que sigue operando en ella a su
pesar: "Nunca les he contado a mis hijos aquellos horrores. Fui liberada en 1945. En 1946, me casé con el ex-novio de mi her­mana, que había muerto en Sobibor. ¿En qué pensábamos? Ha­bían desaparecido seis millones de judíos, ¡y nosotros trayendo al mundo más judíos! Así que en 1945 fui liberada, en el 46 tuve a mi primer hijo. No estaba bien. Mentalmente no había salido del campo. En el 46 no estaba liberada. No es de cuerdos, tras aquellas atrocidades, traer a un hijo al mundo. Que traer un hijo al mundo pueda parecerle a alguien una locura nos dice hasta qué punto se han debido de secar en nosotros las fuentes del porvenir.






B.-La Iglesia de la Eutanasia 

En los Estados Unidos prolifera una secta que lleva el nombre de Iglesia de la Eutanasia. Tiene el reconocimiento de la admi­nistración federal y se beneficia, como todas las religiones, de las ventajas fiscales otorgadas a las obras caritativas. Y resulta que su mandamiento principal pilla a contrapie al mandamiento del Génesis. No es: "Creced y multiplicaos", sino "No procrearás". En la página de inicio de su sitio web se ve el célebre Boeing "penetrando" la torre del World Trade Center como emblema de la nueva sexualidad. Bajo la imagen de la torre al borde del éxtasis, se despliega con benevolencia una oferta de ayuda: "¿Se ha extraviado algo de semen donde no debía? Llame urgente­mente para solucionarlo con facilidad. Tiene usted 72 horas". Más abajo una hot-line de Ayuda al Suicidio: "976- Help" se pro­pone "ayudarle paso a paso en el camino". "Ya hemos ayudado a más de mil personas. ¿Por qué no a usted?" La policía ameri­cana creía, en un principio, que se trataba de un número para la prevención del suicidio y permitió carteles publicitarios en las mayores ciudades. Sólo se dio cuenta de su error después de que ya hubiera varias víctimas.

La religión de esta iglesia reposa explícitamente sobre cuatro pilares que son cuatro derrumbamientos: "suicidio-aborto-cani­balismo-sodomía". Su programa se apoya en un doble imperati­vo: Save the planet, kill yourself, es decir, "Salva el planeta, suicí­date". Ya se habrá intuido que este movimiento es ecologista. Su piedad por "nuestra madre la tierra" no conoce límites. Somos demasiados, dicen, destruimos la biosfera y las generaciones fu­turas quedarán sin recursos. Más valen, pues, esos cuatros pilares de un evangelio neomaltusiano. El reverendo Chrissy Marker, jefe de la iglesia, es una morena embutida en un vestido negro ceñido. Parece un maniquí. Recuerda también a un travesti. Siendo vegetariana, se otorga evidentemente la derogación de la prohibición de comer carne humana, si llega el caso. Ama inten­samente la naturaleza. Lo proclama dando conciertos de música electrónica en discotecas de Madrid, de Amsterdam o Nueva York. A veces, monta representaciones en las que, creyendo pa­rodiar la santa misa, finge devorar un feto." Llega tarde, pues el difunto Michel Journiac, uno de nuestros grandes artistas con­temporáneos, iba ya más lejos aún cuando, ante un público de aficionados, se hacía extraer algo de su sangre seropositiva, la cocinaba como morcilla y después la consumía con delectación (le añadía las correspondientes especias, según la receta de Mor­tagne-au-Perche)." Cuando se les pregunta a Chrissy Marker y a los demás dirigentes por qué no se aplican a sí mismos el primer pilar de su fe, responden: "Debemos «sacrificamos», por eso no nos suicidamos. Por supuesto, el suicidio sigue siendo nuestro anhelo más querido. Pero, entonces, ¿quién iba a difundir la doctrina?" Sus "e-sermones" (sic) pretenden criticar ferozmente el consumismo. Fingen no darse cuenta de que el consumismo acepta todos sus principios, salvo el del respeto a la naturaleza. El señor Delarche, funcionario de la alcaldía de París, puede escandalizarse perfectamente de la fe de Chrissy Marker. De hecho, la ha superado sin percatarse. Las provocaciones de Chrissy Marker son gestos pueriles al lado de la constante provocación de la normalidad consumista. Aquéllas sólo son consecuencias de éstas. Aun cuando aparente ser un burgués muy respetable, el señor Delarche frecuenta un templo edificado sobre los mismos cuatro pilares. Está a favor del derecho al suicidio y, sobre todo, a la eutanasia, que le parece un asunto de compasión evidente. Piensa que el aborto es un gran avance para la liberación de la mujer y se siente honrado al verlas ahora apreciadas por su fuerza de trabajo. Sin duda, sigue fastidiándole un poco lo del orgullo gay, pero tiene colegas que pertenecen al Comité de Lucha contra la Homofobia y le da tal miedo que lo tachen de pequeño-burgués (o de reaccionario) que aplaude desde su ventana cuando ve pasar el desfile. Además, ha leído en Esprit femme la apología del "maravilloso placer de seguir el Kamasutra".  En cuanto al canibalismo, ya hablamos antes de ello: es inútil volver a insistir sobre un hecho tan banal. El señor Delarche no comprende a esos católicos, a esos judíos y a esos musulmanes que llevan tras de sí montones de chiquillos y que no temen aumentar el efecto invernadero. ¿Cómo se puede seguir perteneciendo a la Iglesia de un hipotético Creador? ¿Cómo no preferir la Iglesia Universal de la Eutanasia?
El señor Delarche, digámoslo en su descargo, sigue estando convencido de ser la flor y nata de los hombres. Está seguro de defender la tolerancia. Las autoridades lo aprueban. Sus opiniones obedecen fielmente al magisterio mediático. Si se le anunciara que es cómplice de un asesinato en masa, caería de las nubes. Tal vez llegaría a estrangularnos para demostrar su inocencia. Un alma caritativa no puede, entonces, hacer otra cosa que plantearse una cuestión: ¿Qué hacer para que des­pierte este pobre fantasma? ¿Qué alarma sería lo bastante fuerte? ¿Qué nigromancia? ¿Cuándo sonarán, pues, las trompetas del Apocalipsis? Al ver triunfar de esta manera al Espíritu de la Eutanasia, es imposible que nuestra benevolencia no nos sugiera poner alguna bombas.




C.-Agonía pontificia.

El mundo pudo ver muy bien que un moribundo podía ser un hombre vivo más vivo que los demás. Pudo incluso reconocer que un muerto podía ser fuente de vida y de comunión para todos. Para recordar la dignidad de la agonía, para despertar a los fantasmas que hay en nosotros, tuvimos a alguien más violento que los terroristas. Tuvimos al papa Juan PabloII. En torno a sus restos mortales, como en torno a su verdadero eje, el universo se puso de pronto a girar visiblemente. Las cadenas de televisión tuvieron que retransmitir sus funerales y se asom­braron de encontrar en ellos más alegría que en una boda prin­cipesca. Ahora bien, aquello era precisamente una boda princi­pesca, la boda del sucesor del Príncipe de los Apóstoles con una Iglesia que desbordaba de pronto sus fronteras aparentes. Eran sus bodas místicas con el Altísimo.

La vida vencía en él a la muerte no porque la rechazara ni la ocultara, sino porque la asumía hasta el extremo. Permane­ciendo en su puesto hasta el final, debilitándose sin debilitarse, el pastor iba a buscar cada vez más lejos a las ovejas perdidas. Tomaba sobre sí la pérdida física de ellas. Les devolvía su gran­deza espiritual. Su frente se apoyaba cada vez más pesadamente contra el báculo, su palabra se entrecortaba de silencios cada vez más, pero él escribía con el propio cuerpo su última y más grande encíclica. Podíamos criticar la EvangeLium vitae, tomar­la por una lección de moral polvorienta, oponerle argumentos sutiles de filosofía libertaria. ¿Qué podíamos hacer ante aquel soberano vulnerable? Nos veíamos obligados a admitir que estábamos ante algo real. Ante una verdad viva. Irrefutable. Nuestras insignificantes objeciones de intelectuales fogosos ya no se sostenían frente al testimonio de aquel cuerpo herido. En una ocasión lo veíamos pidiendo perdón por los pecados de los cristianos en la historia. En otra lo veíamos rezando ante el Muro de las Lamentaciones. Comprendíamos que el sufri­miento de aquel Papa polaco tenía un vínculo misterioso con el de aquellos campos de concentración de Polonia en donde toda Europa había colaborado en la destrucción de su raza, de su raíz judía.
Arnaldo Jabor, periodista brasileño famoso por su ateísmo y sus pullas aceradas contra el Santo Padre, tuvo que confesar a sus lectores la conversión de su mirada: "Cuando vi ese ros­tro torturado, comprendí de golpe quién era este Papa, cuál era su obra formidable y su importancia para el mundo ... Sentí entonces mi intensa soledad de ateo. Estaba fuera de aquellas multitudes inmensas y ya no tenía ni siquiera mi vieja ideolo­gía, ni una religión en que creer. Era un hijo abandonado del racionalismo francés ... Entonces, el que se puso a temblar fui yo, con los ojos llenos de lágrimas"." El Papa, afectado por una enfermedad degenerativa del cerebro, la llevaba con paciencia y con amor, y nos revelaba que nosotros estábamos afectados por una enfermedad degenerativa del alma. El racionalismo francés era ridículo ante aquella gloria de la Cruz.

El temblor del Parkinson, la baba que cuelga de los labios como un hilo translúcido, la espalda curvada como para pros­ternarse incluso estando de pie, todo lo que nos esforzamos en esconder en el fondo de nuestros asilos, aparecía en el primer plano de la escena y participaba del esplendor pontificio. ¿Se sintieron repelidos los jóvenes por ello? Al contrario, aquel vie­jo destrozado vivificaba su juventud. Era para ellos la persona venerable de la que les había privado el mundo del espectáculo. Era el maestro que la era del relativismo había pretendido des­terrar. Era, cuando repetía el "No  tengáis miedo" de Cristo, el que daba respuesta a sus miedos más ocultos. Les manisfestaba de nuevo, en su palabra y en su carne, que el morir podía ser la última grandeza, y que la vida, lejos de ser disminuida por esa terminación, encontraba en ella su plena realización ofertorial. ¿Acaso no desgarra la mariposa su crisálida? ¿Acaso ignora la flor que se marchita sólo para dar su fruto?




D.- Dar muerte o la caridad de Madre Teresa. 

"Dar muerte" no tiene necesariamente el sentido de "matar".
Hasta este momento, por comodidad, he empleado la expresión "darse muerte" para hablar del suicidio. Me arrepiento. El sui­cidio, como vimos, es más bien un rechazo de la muerte. Y no es un don, sino una sustracción. En cuanto a aquel que mata a su prójimo, más que darle muerte, le arrebata su vida presente. Si tomamos la muerte en toda su significación de "misterio", si recibimos el "dar" en toda su acepción ofertorial, entonces dar muerte es un acto de generosidad. Consiste en disponer al otro a acoger su tránsito y a vivirlo hasta el extremo. A reconocer que lleva su muerte en sí mismo, como la flor su fruto, o "como el fruto su hueso"." A ofrecerse de antemano en la verdad y en el amor.
Dar muerte fue precisamente el misterio de la caridad de Ag­ríes Gorrxha Bojaxhiu, más conocida por su nombre religioso de Madre Teresa. El misterio de la caridad de Juana de Arco consistió en unir la patria de la tierra y la patria del cielo, las voces de los ángeles y el grito del jefe guerrero, las armas espi­rituales y las armas carnales, en el combate por la liberación de Francia. El misterio de la caridad de Madre Teresa consistió en unir la agonía y la alegría, la obra oscura y la irradiación mun­dial, la miseria material y la riqueza mística, en el combate por la liberación de la muerte. Abrió dispensarios y refugios para gente sin hogar y para huérfanos, pero su carisma primero fue abrir lugares para morir. Sabía qué preciosa es la última hora del hombre: "La muerte siempre es, en última instancia, el más fácil y el más rápido de los caminos para volver a Dios. Si solamente pudiéramos hacerles comprender a los hombres que venimos de Dios y que hemos de volver a él. La muerte es el instante más crucial de toda vida humana. Es como una coronación.

Nuestros dos queridos rurnanos tienen razón. Ionesco escribe El rey se muere. Teresa añade: Pero el moribundo es coronado.  Además, la reina Margarita de la obra teatral tiene con ella algu­na semejanza. El médico le dice a propósito de Berenguer : "A pesar de todo, habrá que ayudarle, Majestad, habrá que ayudarle mucho, hasta el último segundo, hasta el último aliento". Y Mar­garita le responde: "Le ayudaré. Lo haré salir. Lo haré moverse. Desharé todos los nudos, desenredaré el ovillo desordenado, se­pararé el grano de esa cizaña testaruda, enorme, que lo envuel­ve". Al final, coge al rey de la mano, lo abraza y lo lleva a la otra vida como una madre que lo engendrara.

La misión de Madre Teresa tiene que ver con esa fecundidad:
Sus asilos para moribundos son maternidades celestes. Allí se traen hijos no al mundo, sino al espíritu, se dan a luz no sólo para una luz pasajera, sino sobre todo para la luz indeclinable. y esos hijos son a menudo viejos tontos. A veces son incluso esos asesinos en serie a los que la enfermedad deja desarmados, desnudos, semejantes al pequeño abandonado en la puerta del convento. Una madre no tiene tanto el sentimiento de dar la vida como de recibirla de su criatura: la hermana de la caridad tiene la misma experiencia con su incurable. Ante ese mori­bundo que está más cerca que ella de la visión beatífica, ante ese desahuciado más parecido que ella a Jesús crucificado, se arrodilla, queda deslumbrada, sabe que Dios, por medio de él, viene a su encuentro: "Un día, recogí a un hombre que estaba tirado en la cuneta.

Su cuerpo estaba cubierto de gusanos. Lo llevé a nuestro asilo, y ¿qué dijo allí aquel hombre? No profirió maldición alguna, no culpó a nadie. Simplemente dijo: «¡He vivido como un animal, pero vaya morir como un ángel, como alguien que fue amado y del que se preocuparon!» Nos costó tres horas lavarlo. Al final, el hombre levantó los ojos hacia la hermana y dijo: «Hermana, vuelvo a mi casa - a la casa de Dios». Y murió. Nunca he visto una sonrisa tan luminosa como la que vi en el rostro de aquel hombre. [ ... ] Es posible que la joven hermana no lo pensara en aquel momento, pero había tocado el cuerpo de Cristo"

Madre Teresa no duda de la dignidad del pobre agusanado.

Duda más bien de su propia dignidad para servirlo. Lo levanta solamente para ser levantada por él. Al contacto con el paralíti­co se siente como resucitada: "Cuando nos hacemos cargo del cuerpo de un enfermo o de un necesitado, tocamos el cuerpo sufriente de Cristo y ese contacto basta para hacemos heroicos; nos hace olvidar la tendencia natural a la repulsión". No mira, por tanto, al enfermo con ninguna superioridad. Siempre con­fiesa que ella es la primera enferma, ella, que tiene necesidad de ser arrancada de su nada: "No creo que exista alguien que nece­site tanto como yo el auxilio de la gracia de Dios. [ ... ] No puedo descansar en mis propias fuerzas, recurro a Dios las veinticuatro horas del día. Y si la jornada tuviera todavía más horas, me haría falta recurrir a su ayuda y a su gracia durante todas esas horas". En fin, nos recuerda que ante el moribundo nos corresponde a nosotros morir en primer lugar, desde ahora mismo: "Señor, haznos comprender que sólo abordaremos la plenitud de la vida mediante una muerte incesante a nosotros mismos y a nuestros deseos egoístas".
Así es la lección de Madre Teresa, adecuada para hacemos desaprender las de la escuela de los fantasmas. Así es la violencia de esta santa, más fuerte que las bombas de los terroristas. Y, de hecho, ella derriba nuestras fortalezas, golpea el mal en su raíz. La negativa a morir nos ha hecho construir una civilización del homicidio. Sólo la acogida de la muerte puede hacemos entrar en comunión con la vida. Pero esa acogida, nos dice Teresa, no puede realizarse sin cierta fe. Una fe en una vida más divina, que implica una confianza en una muerte más desolada. Porque hay que estar bien muerto para poder resucitar bien. Sólo una comunidad que obre esta fe en la resurrección puede acoger a sus muertos como a aquellos que señalan el camino, y el cuerpo del moribundo como un cuerpo en sufrimiento de gloria. Sin lo cual, esa comunidad puede progresar perfectamente, pero sólo para completar su crimen.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Libro del mes (diciembre 2012): Motivos de la España eterna.



El autor de este libro es José Corts Crau, catedrático del Derecho en la Universidad de Valencia en 1941.
El libro es un fervoroso alegato en defensa de una Patria Grande.Veamos un fragmento del mismo:


"¿Confundiremos otra vez la convivencia con la conllevancia?

Sólo la anemia del sentimiento nacional explica que un agudo maestro propusiera, como modus vivendi, el conllevarnos: los huesos de Kant debieron de derretirse de gusto. Tan sólo esa anemia explica el modo rutinario con que le ofrecemos a la Patria nuestros hijos, la degeneración en frío requisito bu­rocrático de lo que debiera tener rito y efusión cuasi bautismal.
Los mismos conceptos reconquistables de Patria, Nación y Estado han de interpretar lo temporal en función de lo eterno. La eternidad no se mide con me­didas de tiempo; pero el tiempo se concierta con la eternidad. Nuestro ser vive transvasado de eternidad, y en los trances culminantes -no precisamente los más aparatosos- de nuestra aventura vital, lo tempo­ral y lo eterno laten isócronos en nuestro corazón.
Hay una comunión de la Patria, como hay --con las debidas salvedades- una Comunión de los San­tos. La grandeza de los pocos pasa a ser patrimonio de todos, la aureola del héroe cede una chispa de su resplandor al apocado, incluso las glorias de un siglo vienen a proyectar un eco de su fama en los decaden­tes. Pues bien, esa proyección sería imposible si en la Patria no hubiera huellas y horizontes supraterrenos: sólo en la inmensidad de Dios navegan y anclan y vi­ran dignamente estas naves que son las naciones.

Por eso la raíz del patriotismo no es el orgullo de casta, ni el odio allende las fronteras, ni la ambición, ni el apego sensible a nuestras cosas, sino la capacidad de abnegación y sacrificio. Y así como los místicos juzgan naderías las grandezas del siglo y van desde­ñando impertérritos en su camino de perfección un sinfín de deliquios y fervorcillos que gentes menos avi­sadas toman por prenda segura de santidad, así nos­otros en este instante decisivo de nuestra historia de­bemos desdeñar todo afán y lucro que no mire de al­gún modo al espíritu. En estas raíces hay que buscar la dignidad y la verdadera riqueza: lo demás, como se nos dió siempre, se nos dará por añadidura."



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viernes, 7 de diciembre de 2012

Libro del mes(noviembre 2012): Tenga usted éxito en su muerte




Fabrice Hadjadj, nacido en Túnez en 1971, es profesor de Filosofía y Literatura en Francia y colaborador  habitual de "Le Figaro".
Este autor nos descubre una mirada de frente a la muerte donde se asocian la ruptura de nuestras esperanzas terrenas y el deseo eterno de bienaventuranza. En esta asociación se descubre el verdadero sentido de la muerte. Veamos un fragmento de su obra:

"El tiempo humano, siendo esperanza, es apertura a un más allá. Es, en esencia, un a-diós. De ahí su carácter trágico, aun­que asimismo mesiánico. Deseo la felicidad, pero mi muerte y mi impotencia me muestran que yo no podría procurármela por mí mismo: tengo que esperarla de otro. Y ese otro no puede ser solamente otro hombre, tan limitado y falible como yo. Tengo que apelar a una potencia de lo alto. El tiempo me lleva a la paciencia y a la plegaria. La esperanza a que me obliga remite de mí mismo a una alteridad radical: es una esperanza que rompe mi orgullo y que me invita, desde ahora, a abrirme a los demás y, por encima de todo, al Otro salvador. N o lo digo por ser judío. Tampoco por ser cristiano. Es un hecho real. O mejor, es que la realidad es judeocristiana. Yo no tengo nada que ver. Intenté, en otro tiempo, hacer que se pareciera a mis mejores sentimientos, convertida al agnosticismo. No  tuve éxito.

Nuestra condición es precaria. No estamos seguros del ma­ñana. No tenemos la seguridad de que se realicen nuestros pro­yectos. El porvenir es imprevisible. Y la única cosa que puedo prever con toda certeza, a saber, mi muerte, no es nada sobre lo que yo me pueda apoyar. Mi suerte, lo adivino, no pende sólo de mi propia voluntad, sino de una potencia superior. De ahí la necesidad de rezar. No se trata de evasión, sino de realismo. "Rezar", en latín, se dice precare. Si nuestra condición es pre­caria, no podemos asumirla sin rezar. La llamada valentía, que pretende no experimentar esa necesidad, se niega a mirar de frente esa precariedad: imagina controlar la situación, o bien pretende desentenderse de ella con el pretexto de la total impo­tencia. Reencontramos la arrogancia optimista y el hastío cíni­co. Pero tanto la una como la otra, a escondidas, elevan sus pe­queños altares y encienden sus velitas. Todo pende de un hilo. Tenemos necesidad de informar de ello a lo invisible, de que el hilo no se rompa, de que las cosas nos sean propicias.Todos los hombres rezan. Ruegan a sus jefes de empresa, rue­gan a sus mujeres o a sus muros, ruegan, en los lugares públicos, que no fumemos. Se dan cuenta rápidamente de que ello no es suficiente y, a lo largo de la jornada, en el fluir de sus pensa­mientos, arrojan al vacío tal o tal deseo, como se arroja una bo­tella al mar. El pequeño Isidore, en su infancia, hablaba con un amigo interior. Lo llamaba Léonard. Le pedía que le ayudara en sus juegos. Más tarde tuvo un cuchillo suizo. Con ese cuchillo suizo, se sentía muy superior a los otros niños. Se sentía capaz de conseguido todo. El cuchillo suizo tenía un poder que supe­raba el de sus múltiples hojas, como el sacacorchos y el cortauñas. Se había convertido en un amuleto. A veces, Isidore le hablaba. Cuando se tuvo que examinar para obtener el graduado escolar, fue a la iglesia con su abuela y puso un cirio para San José. Qué decir cuando llegó la hora de aprobar el bachillerato. En cada examen importante, no olvidaba la pluma con la que, un día, había sacado un ocho en matemáticas. Y luego suplicaba a su abuela ya difunta: "Rita, tú que ya estás arriba, haz que pase de cinco, que pase de cinco". Una tarde, en la notaría, un cliente togolés le dio una gran semilla de calabaza que, puesta bajo la almohada, despertaba la inteligencia: después de un mes, Isido­re habría podido pensar que la cosa funcionaba, puesto que su inteligencia le hizo comprender que aquello no funcionaría, y dejó de dormir encima. Se compró una estatuilla de Buda. Des­pués de eso, uno puede afirmar con fundamento que no cree en Dios, pero no por eso se aferra menos a las nadas: corbata rosa de la buena suerte, herradura y pata de conejo, mano de Fátima, rayas de la propia mano, madera que se toca rápidamente (oh lejano recuerdo de la Cruzl), horóscopo Tauro con ascendente en Virgo, Yi-king de la casa Albin Michel, "fetiches de Oceanía y de Guinea" que son los "Cristos inferiores de las oscuras espe­ranzas".22 El ex-El exrecordman mundial de salto de pértiga, Thierry Vigneron, se volvía a poner siempre el slip con el que había ganado la medalla de oro. Era un slip sagrado. De tipo canguro.
Sería capaz, gracias a él, de saltar más alto. Hasta el cielo quizás.Desde el momento en que se abandona la rectitud de la pie­dad, se cae rodando en el racionalismo y la superstición. En los dos a la vez o en uno tras otro, según la hora del día. El racio­nalismo para la pequeña porción de la realidad que se llega a comprender. La superstición para la inmensa región que se nos escapa y cuyos favores, no obstante, se quieren atraer. Lichten­bergi lo confesaba de buena gana: "Uno de los rasgos más sobre­salientes de mi carácter es, ciertamente, la extraña superstición por la que extraigo de cada cosa un presagio, y hago en un mis­mo día de mil cosas un oráculo. [ ... ] Hasta el movimiento de un insecto me da respuesta a cuestiones sobre mi destino. ¿No es esto algo singular en un profesor de física?" A decir verdad, no es tan singular. Todo hombre se inquieta por su destino. La precariedad de nuestra condición temporal lo quiere así. Ahora bien, las ciencias experimentales, si bien pueden decirnos algo sobre las zonas de nuestro córtex o sobre las funciones de nues­tro bazo, no nos dicen nada sobre nuestro destino. Hay que buscar en otra parte. Y, si uno no se remite razonablemente a la Providencia, se esfuerza en buscar signos en los posos del café o en el vuelo de un abejorro. Si no se ruega a Dios, se mendiga el socorro de un ídolo cualquiera, aunque sea la propia razón. Por lo que se refiere al mesianismo en sentido estricto, es de­cir, no sólo a una Providencia invisible que nos acompaña en el curso de nuestra existencia, sino a un Salvador que viene al fin de los tiempos, su pensamiento es imposible de extirpar en nosotros. Las canciones de amor, que dejan a los arroyos del corazón seguir libres su curso hacia el río, lo muestran hasta el empalago: cuando Blancanieves canta "Un día llegará mi prín­cipe", cuando Billie Holliday lloriquea inefablemente "Louer rnan, oh where can you be', cuando Dalida, con un ojo en cada uno de los fines, arrulla el "Esperaré" o cuando Claude Nouga­ro, con voz gutural y de cigarra, entona el "¡Ah!, lo verás", la voz se lanza siempre más allá del horizonte de este mundo, al en­cuentro de la Alegría prometida. Los que han intentado alejarse de ella, como Marx, sólo han conseguido fabricar mesianismos temporales. Acaban confundiendo vejigas con linternas," y lin­ternas con mesías: Lenin, por ejemplo, Hitler o Jean-Bertrand Aristide. La técnica sigue siempre una misma lógica. La ambi­ción de fabricar el Hombre Nuevo. Y es que nuestro tiempo, lleno de ruido y de furor, es congénitamente espera de un li­berador. Así se explica la facilidad con la que todo un pueblo se echa a la calle tras un tirano prometedor o tras la utopía de moda. Sus expropiaciones se revelan enseguida perjudiciales. Lejos de liberar al pueblo, lo hunden más aún. A menudo con muy buenas intenciones. Pero el pobre pueblo no quiere apren­der la lección. Al contrario, está tan abatido que se precipita tras el próximo falso mesías, tras la próxima planificación de la ciudad ideal. A menos que no acabe creyendo en el Mesías verdadero. Diógenes de Sínope iba con una linterna en la mano en pleno día. La ponía ante el rostro de los transeúntes y decía: "Busco un hombre". El filósofo cínico habla como la esposa del Cantar, o incluso como Edith Piaf. También él quiere oír: Ecce homo.Y hace presente que un hombre como éste, que rescatara a los hombres de su corrupción y de su miseria, sólo puede ser un Dios".