martes, 29 de septiembre de 2009

Libro del mes(octubre 2009)."Utopía".Autor:Tomás Moro



Thomas More, conocido por la castellanización de su nombre como Tomás Moro y en latín como Thomas Morus (Londres, 7 de febrero de 1478 – 6 de julio de 1535) fue un pensador, teólogo, político, humanista y escritor inglés, que fue además poeta, traductor, canciller de Enrique VIII, profesor de leyes, juez de negocios civiles y abogado. Su obra más famosa es Utopía, donde busca relatar la organización de una sociedad ideal.
En 1535 fue enjuiciado por orden del rey Enrique VIII, acusado de alta traición por defender sus convicciones frente al poder político. Fue condenado, permaneciendo en prisión hasta ser decapitado, el 6 de Julio de ese mismo año.
Veamos algún fragmento del libro de Tomás Moro, "Utopía".
"Por casualidad, estando yo a su mesa un día, se hallaba presente cierto laico versado en vuestras leyes el cual, con no sé que pretexto, comenzó a alabar con entusiasmo la rígida justicia que entonces se aplicaba a los ladrones, afirmando que con frecuencia había visto veinte de ellos colgar de una sola horca, y preguntándose muy admirado a qué fatalidad se debía el que, siendo tan pocos los que escapan al suplicio, hubiesen tantos que obraban del mismo modo. Entonces me atreví a hablar con libertad delante del cardenal:
-No te extrañes, le dije; esa pena excesivamente severa y contraria al interés público, es demasiado cruel para castigar los robos, pero no suficiente para reprimirlos, pues ni un simple hurto es tan gran crimen que deba pagarse con la vida ni existe castigo bastante eficaz para apartar del latrocinio a los que no tienen otro medio de procurarse el sustento. Se decretan contra el que roba graves y horrendos suplicios, cuando sería mucho mejor proporcionar a cada cual medios de vida y que nadie se viese en la cruel necesidad de robar y, en consecuencia, de perecer".

viernes, 18 de septiembre de 2009

1º Trimestre: Platón y su obra "Fedón",


[El recuerdo se produce por objetos disimiles y también por objetos semejantes}
-¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como desiguales, o la igualdad aparecerá como desigualdad?
-Nunca jamás, Sócrates.
-Por lo tanto, no es lo mismo -dijo él- esas cosas iguales y lo igual en sí.
-De ningún modo a mí me lo parece, Sócrates.
-Con todo -dijo-- ¿a partir de esas cosas, las iguales, que son diferentes de lo igual en sí, has intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de eso?
-Acertadísimamente lo dices -dijo.
-¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es desemejante?
-En efecto.
-No hay diferencia ninguna -dijo él.
-Siempre que al ver un objeto, a partir de su contemplación, intuyas otro. sea semejante o desemejante, es necesario -dijo-- que eso sea un proceso de reminiscencia.
-Así es, desde luego.
-¿ y qué? -dijo él ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a los maderos y a las cosas iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no parece que son iguales como lo que es igual por sí, o carecen de algo para ser de igual clase que lo igual en sí, o nada?
-Carecen, y de mucho, para ello -respondió.
-Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que ahora yo veo pretende ser como algún otro de los objetos reales, pero carece de algo y no consigue ser tal como aquél, sino que resulta inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber logrado ver antes aquello a lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta inferior?
-Necesariamente.
-¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no, con respecto a las cosas iguales y a lo igual en sí?
-Por completo.
{Conocimos las ideas previamente a la percepción de los objetos]
-Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como lo igual pero que lo son insuficientemente.
-Así es.
-Pero, además, reconocemos esto: que si lo hemos pensado no es posible pensarlo, sino a partir del hecho de ver o de tocar o de alguna otra percepción de los sentidos. Lo mismo digo de todos ellos.
-Porque lo mismo resulta, Sócrates, en relación con lo que quiere aclarar nuestro razonamiento.
-Por lo demás, a partir de las percepciones sensibles hay que pensar que todos los datos en nuestros sentidos apuntan a lo que es lo igual, y que son inferiores a ello. ¿O cómo lo decimos?
-De ese modo.
-Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír y percibir todo lo demás, era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos, y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores.
-Es necesario de acuerdo con lo que está dicho, Sócrates.
-¿Acaso desde que nacimos veíamos, oíamos, y teníamos los demás sentidos?
-Desde luego que sí.
-¿Era preciso, entonces, decimos, que tengamos adquirido el conocimiento de lo igual antes que éstos?
-Sí.
-Por lo tanto, antes de nacer, según parece, nos es necesario haberlo adquirido. -Eso parece.
[Hemos adquirido las ideas en una existencia previa]
-Así que si, habiéndolo adquirido antes de nacer, nacimos teniéndolo, ¿sabíamos ya antes de nacer y apenas nacidos no sólo lo igual, lo mayor, y lo menor, y todo lo de esa clase? Pues el razonamiento nuestro de ahora no es en algo más sobre lo igual en sí que sobre lo bello en sí, y lo bueno en sí, y lo justo y lo santo, y, a lo que precisamente me refiero, sobre todo aquello que etiquetamos con «eso lo que es», tanto al preguntar en nuestras preguntas como al responder en nuestras respuestas. De modo que nos es necesario haber adquirido los conocimientos de todo eso antes de nacer.
[«Lo que es» o «lo que es en sí», según otra traducción, es la Idea, realidad inmutable]
-Así es.
[El papel del olvido]
[Aprender es recordar]
-y si después de haberlos adquirido en cada ocasión no los olvidáramos, naceríamos siempre sabiéndolos y siempre los sabríamos a lo largo de nuestra vida. Porque el saber consiste en esto: conservar el conocimiento que se ha adquirido y no perderlo. ¿O no es eso lo que llamamos olvido, Simmias, la pérdida de un conocimiento?
-Totalmente de acuerdo, Sócrates -dijo.
-y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al nacer los perdimos, y luego al utilizar
los sentidos respecto a esas mismas cosas recupera conocimientos que en un tiempo anterior ya tenía. acaso lo que llamamos aprender no sería recuperar conocimiento ya familiar?
¿Llamándolo recordar lo llamamos correctamente?
-Desde luego.
-Entonces ya se nos mostró posible eso, que al percibir algo o viéndolo u oyéndolo o recibiendo alguna otra sensación pensemos a partir de eso en algo distinto que se había olvidado, en algo a lo que se aproximaba eso, siendo ya semejante
o desemejante a él. De manera que esto es lo que digo, que una de dos, o nacemos con ese saber lo sabemos todos a lo largo de nuestras vidas, o que luego, quienes decimos que aprenden no hacen nada más acordarse, y el aprender sería reminiscencia.
-y en efecto que es así, Sócrates.
-¿ Cuál de las dos explicaciones prefieres, Simmias?
Que hemos hemos nacido sabiéndolo o que luego recodamos aquello de que antes hemos adquirido un conocimiento?
- No sé, Sócrates, qué elegir en este momento.
-¿ Qué? ¿Puedes elegir lo siguiente y cómo te parece bien al respecto de esto?
¿Un hombre que tiene un saber podría dar razón de aquello que sabe, o no?
-Es de todo rigor, Sócrates -dijo.
-Entonces, ¿te parece a ti que todos pueden dar razón de las cosas de que hablábamos ahora mismo?
-Bien me gustaría -dijo Simmias-. Pero mucho más temo que mañana a estas horas ya no quede ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.
-¿Por tanto, no te parece -dijo--, Simmias, que todos lo sepan?
-De ningún modo.
-¿Entonces es que recuerdan lo que habían aprendido?
-Necesariamente.
-¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas cosas? Porque no es a partir de cuando hemos nacido como hombres.
-No, desde luego.
-Antes, por tanto.
-Sí.


[B) Segunda prueba de la inmortalidad por la preexistencia del alma]

-Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de existir en forma humana, aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento.
-A no ser que al mismo tiempo de nacer, Sócrates, adquiramos esos saberes, pues aún nos queda ese espacio de tiempo.
-Puede ser, compañero. ¿Pero en qué otro tiempo los perdemos? Puesto que no nacemos conservándolos, según hace poco hemos reconocido. ¿O es que los perdemos en ese mismo en que los adquirimos? ¿Acaso puedes decirme algún otro tiempo?
-De ningún modo, Sócrates; es que no me di cuenta de que decía un sin sentido.
[El mundo de las Ideas]

-¿Entonces queda nuestro asunto así, Simmias? -dijo él. - Si existen las cosas de que siempre hablamos, lo bello y lo bueno y toda la realidad de esa clase, y a ella referimos todos los datos de nuestros sentidos, y hallamos que es una realidad nuestra subsistente de antes, y estas cosas las imaginamos de acuerdo con ella, es necesario que, así como esas cosas existen, también exista nuestra alma antes de que nosotros estemos en vida. Pero si no existen, este razonamiento que hemos dicho sería en vano. ¿Acaso es así, y hay una idéntica necesidad de que existan esas cosas y nuestras almas antes de que nosotros hayamos nacido, y si no existen las unas, tampoco las otras?
-Me parece a mí, Sócrates, que en modo superlativo -dijo Simmias-la necesidad es la misma de que existan, y
que el razonamiento llega a buen puerto en cuanto a lo de existir de igual modo nuestra alma antes de que nazcamos y la realidad de la que tú hablas. No tengo yo, pues, nada que me sea tan claro como eso: el que tales cosas existen al máximo: lo bello, lo bueno, y todo lo demás que tú mencionabas hace un momento. Y a mí me parece que queda suficientemente demostrado.

-Y para Cebes, ¿qué? -repuso Sócrates-. Porque también hay que convencer a Cebes.
-Satisfactoriamente -dijo Simmias-, al menos según supongo. Aunque es el más resistente de los humanos en el prestar fe a los argumentos. Pero pienso que está bien persuadido de eso, de que antes de nacer nosotros existía
nuestra alma. No obstante, en cuanto a que después de que hayamos muerto aún existirá, no me parece a mí, Sócrates, que esté demostrado; sino que todavía está en pie la objeción que Cebes exponía hace unos momentos,
esa de la gente temerosa de que, al tiempo que el ser humano perezca, se disperse su alma y esto sea para ella el fin de su existencia.. Porque, ¿qué impide que ella nazca y se constituya cualquier origen y que exista aun antes de llegar a un cuerpo humano, y que luego de llegar y separarse de éste, .3 entonces también ella alcance su fin y perezca?
-Dices bien, Simmias -dijo Cebes. - Está claro, pues, que queda demostrado algo así corno la mitad de lo que es preciso: que antes de nacer nosotros ya existía nuestra alma. Pero es preciso demostrar, además, que también después de que hayamos muerto existirá no en menor grado que antes de que naciéramos, si es que la demostración ha de alcanzar su final.
-Ya está demostrado, Simmias y Cebes -dijo Sócrates-, incluso en este momento, si queréis ensamblar en uno solo este argumento y el que hemos acordado antes de éste: el de que todo lo que vive nace de lo que ha muerto. Pues si nuestra alma existe antes ya, y le es necesario a ella, al ir a la vida
nacer, no nacer de ningún otro origen sino de la muerte y del estar muerto, ¿cómo no será necesario que ella exista también tras haber muerto, ya que le es forzoso nacer de nuevo? Conque lo que decís ya está demostrado incluso ahora.
[Hay que perder el miedo a la muerte]
-Sin embargo, me parece que tanto tú corno Simmias tenéis ganas de que tratemos en detalle, aún más, este argumento, y que estáis atemorizados corno los niños de que en realidad el viento, al salir ella del cuerpo, la disperse y la
disuelva, sobre todo cuando en el momento de la muerte uno se encuentre no con la calma sino en medio de un fuerte ventarrón.
-Entonces Cebes, sonriendo, le contestó:
-Como si estuviéramos atemorizados, Sócrates, intenta convencemos.
O mejor, no es que estemos temerosos, sino que probablemente hay en nosotros un niño que se atemoriza ante esas cosas. Intenta, pues, persuadido de que no tema a la muerte como al coco.
-En tal caso -dijo Sócrates- es preciso entonar conjuros cada día, hasta que lo hayáis conjurado.
-¿Pero de dónde, Sócrates -replicó él-, vamos a sacar un buen conjurador de tales temores, una vez que tú -dijo-nos dejas?
-¡Amplia es Grecia, Cebes! -respondió él. -Y en ella hay hombres de valer, y son muchos los pueblos de los bárbaros, que debéis escrutar todos en busca de un conjurador semejante, sin escatimar dineros ni fatigas, en la convicción de que no hay cosa en que podáis gastar más oportunamente vuestros haberes. Debéis buscarlo vosotros mismos y unos con otros. Porque tal vez no encontréis fácilmente quienes sean capaces de hacerlo más que vosotros.
-Bien, así se hará -dijo Cebes. - Pero regresemos al punto .donde lo dejamos, si es que es de tu gusto.
-Claro que es de mi gusto. ¿Cómo, pues, no iba a serlo?
-Dices bien -contestó.
{El alma está revestida de simplicidad]
-Por lo tanto -dijo Sócrates-, conviene que nosotros no preguntemos que a qué clase de cosa le conviene sufrir ese proceso, el descomponerse, y a propósito de qué clase de cosa hay que temer que le suceda eso mismo, y a qué otra cosa no. Y después de esto, entonces, examinemos cuál de las dos es el alma, y según eso habrá que estar confiado o sentir temor acerca del alma nuestra.
-Verdad dices -contestó.
-¿Le conviene, por tanto, a lo que se ha compuesto y
a lo que es compuesto por su naturaleza sufrir eso, descomponerse del mismo modo como se compuso?
Y si hay algo que es simple, sólo a eso no le toca experimentar ese proceso, si es que le toca a algo.
-Me parece a mí que así es -dijo Cebes.
-¿Precisamente las cosas que son siempre del mismo modo y se encuentran en iguales condiciones éstas es extraordinariamente probable que sean las simples, mientras que las que están en condiciones diversas y en diversas formas, ésas serán compuestas?
-A mí al menos así me lo parece.
[Definición de las Ideas]
-Vayamos, pues, ahora -dijo- hacia lo que tratábamos en nuestro coloquio de antes. La entidad misma, de cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso es siempre de igual modo en idéntica condición, o unas veces de una manera y otras de otras? Lo igual en sí, lo bello en si, lo que cada cosa es en realidad, lo ente ¿admite alguna vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los mismos entes, que es de aspecto único
en sí mismo, se mantiene idéntico y en las mismas condiciones, y nunca en ninguna parte y de ningún modo acepta variación alguna?
-Es necesario -dijo Cebes- que se mantengan idénticos y en las mismas condiciones, Sócrates.
[El mundo sensible]
-¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo personas o caballos o vestidos o cualquier otro género de cosas semejantes, o de cosas iguales, o de todas aquellas que son homónimas con las de antes? ¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo contrario a aquéllas, ni son iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra, de ningún modo son idénticas?
-Así son, a su vez -dijo Cebes-, estas cosas: jamás se presentan de igual modo.
-¿No es cierto que éstas puedes tocarlas y verlas y captarlas con los demás sentidos, mientras que a las que se
mantienen idénticas no es posible captarlas jamás con ningún otro medio, sino con el razonamiento de la inteligencia, ya que tales entidades son invisibles y no son objetos de la mirada?
-Por completo dices verdad -contestó.
[Dualismo: realidad visible y realidad invisible]
-Admitiremos entonces, ¿quieres? -dijo-, dos clases de seres, la una visible, la otra invisible.
-Admitámoslo también -contestó.
-¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto
que la visible jamás se mantiene en la misma forma? -También esto -dijo- lo admitiremos.
[Dualismo: cuerpo y alma]
-Vamos adelante. ¿Hay una parte de nosotros -dijo él-que es el cuerpo, y otra el alma?
-Ciertamente -contestó.
[El cuerpo pertenece a lo sensible o lo visible]
-¿A cuál, entonces, de las dos clases afirmamos que es más afín y familiar el cuerpo?
-Para cualquiera resulta evidente esto: a la de lo visible.
[El alma pertenece a lo invisible]
-¿ y qué el alma? ¿Es perceptible por la vista o invisible?
-No es visible al menos para los hombres, Sócrates
-contestó.
-Ahora bien, estamos hablando de lo visible y lo no visible para la naturaleza humana.
¿O crees que en referencia a alguna otra?
-A la naturaleza humana.
-¿Qué afirmamos, pues, acerca del alma?
¿Que es visible o invisible? -No es visible.
-¿Invisible, entonces?
-Sí.
-Por tanto, el alma es más afín que el cuerpo a lo invisible, y éste lo es a lo visible. -Con toda necesidad, Sócrates.
[El cuerpo produce desorden]
-¿No es esto lo que decíamos hace un rato, que el alma cuando utiliza el cuerpo para observar algo, sea por medio de la vista o por medio del oído, o por medio de algún otro
sentido, pues en eso consiste lo de por medio del cuerpo: en el observar algo por medio de un sentido, entonces es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que nunca se presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba y se marea como si sufriera vértigos, mientras se mantiene en contacto con esas cosas?
-Ciertamente.
-En cambio, siempre que ella las observa por sí misma, entonces se orienta hacia lo puro, lo siempre existente e inmortal, que se mantiene idéntico, y, como si fuera de su misma especie se reúne con ello, en tanto que se halla
consigo misma y que le es posible, y se ve libre del extravío en relación con las cosas que se mantienen idénticas y con el mismo aspecto, mientras que está en contacto con éstas. ¿A esta experiencia es a lo que se llama meditación?
-Hablas del todo bella y certeramente, Sócrates -respondió.
-¿A cuál de las dos clases de cosas, tanto por lo de antes como por lo que ahora decimos, te parece que es el alma más afín y connatural?
-Cualquiera, incluso el más lerdo en aprender -dijo él-, creo que concedería, Sócrates, de acuerdo con tu indagación, que el alma es por completo y en todo más afín a lo que siempre es idéntico que a lo que no lo es.
-¿Y del cuerpo, qué?
-Se asemeja a lo otro.
[El alma pertenece a lo divino y le corresponde mandar al cuerpo y dominar/o]
-Míralo también con el enfoque siguiente: siempre que estén en un mismo organismo alma y cuerpo, al uno le prescribe la naturaleza que sea esclavo y esté sometido, y a la otra mandar y ser dueña. Y según esto, de nuevo, ¿cuál de ellos te parece que es semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿O no te parece que lo divino es lo que está naturalmente capacitado para mandar y ejercer de guía, mientras que lo mortal lo está para ser guiado y hacer de siervo?
-Me lo parece, desde luego.
-Entonces, ¿a cuál de los dos se parece el alma?
[El cuerpo es mortal]
-Está claro, Sócrates, que el alma a lo divino, y el cuerpo a lo mortal.
-Examina, pues, Cebes -dijo-, si de todo lo dicho se nos deduce esto: que el alma es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que está siempre idéntico consigo mismo, mientras que, a su vez, el cuerpo es lo más semejante a lo humano, mortal, multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico a sí mismo. ¿Podemos decir alguna otra cosa en contra de esto, querido Cebes, por lo que no sea así?
-No podemos.
-Entonces, ¿qué? Si las cosas se presentan así, ¿no le conviene al cuerpo disolverse pronto, y al alma, en cambio, ser por completo indisoluble o muy próxima a ello? -Pues ¿cómo no?
-Te das cuenta, pues, -prosiguió- que cuando muere una persona, su parte visible, el cuerpo, que queda expuesto en un lugar visible, eso que llamamos el cadáver, a lo que le conviene disolverse, descomponerse y disiparse, no sufre nada de esto
enseguida, sino que permanece con aspecto propio durante un cierto tiempo, si es que uno muere en buena condición y en una estación favorable, y aun mucho tiempo. Pues si el cuerpo se queda enjuto y momificado como los que son momificados en Egipto,
casi por completo se conserva durante un tiempo incalculable. Y algunas partes del cuerpo, incluso cuando él se pudra, los huesos, nervios y todo lo semejante son generalmente, por decirlo así, inmortales. ¿O no?
-Sí.
[El alma no se destruye al separarse del cuerpo, como dice Cebes, siguiendo la opinión común, que sostenía ser humo que vuela del cuerpo cuando muere, o una sombra o aire, que se desvanece]
-Por lo tanto, el alma, lo invisible, lo que se marcha hacia un lugar distinto y de tal clase, noble, puro e invisible, hacia el Hades en sentido auténtico, a la compañía de la divinidad buena y sabia, adonde, si dios quiere, muy pronto ha de irse también el alma mía, esta alma nuestra, que es así y lo es por naturaleza, al separarse del cuerpo, ¿al punto se disolverá y quedará destruida, como dice la mayoría de la gente?
[La filosofia es preparación para la muerte]
-De ningún modo, queridos Cebes y Sirnmias. Lo que pasa, de seguro, es lo siguiente: que se separa pura, sin arrastrar nada del cuerpo, cuando ha pasado la vida sin comunicarse con él por su propia voluntad, sino rehuyéndolo y concentrándose en sí misma, ya que se había ejercitado continuamente en ello, lo que no significa otra cosa, sino que estuvo filosofando rectamente y que de verdad se ejercitaba en estar muerta con soltura. ¿O es que no viene a
ser eso la preocupación de la muerte?
-Completamente.
[El alma debe purificarse en la vida, mientras está unida al cuerpo]
-Por lo tanto, ¿estando en tal condición se va hacia lo que es semejante a ella, lo invisible, lo divino, inmortal y
sabio, y al llegar allí está a su alcance ser feliz, apartada de errores, insensateces, terrores, pasiones salvajes, y de todos los demás males humanos, como se dice de los iniciados en los misterios, para pasar de verdad el resto del tiempo en compañía de los dioses? ¿Lo diremos así, Cebes, o de otro modo?
[Entre los griegos era habitual poner a los dioses por testigos]
-Así. ¿Por Zeus! -dijo Cebes
-Pero, en cambio, si es que, supongo, se separa del cuerpo contaminada e impura, por su trato continuo con el cuerpo y por atenderlo y amarlo, estando incluso hechizada por él, y por los deseos y placeres, hasta el punto de no apreciar como verdaderaninguna otra cosa sino lo corpóreo, lo que uno puede tocar, ver, y beber y comer y utilizar para los placeres del sexo,
mientras que lo que para los ojos es oscuro e invisible, y sólo aprehensible por el entendimiento y la filosofia, eso está acostumbrada a odiarlo, temerlo, y rechazarlo, ¿crees que un alma que está en tal condición se separará límpida ella en sí misma?
-No, de ningún modo -contestó.
-Por lo tanto, creo, ¿quedará deformada por lo corpóreo, que la comunidad y colaboración del cuerpo con ella, a causa del continuo tratoy de la excesiva atención, le ha hecho connatural?
-Sin duda.
-Pero hay que suponer, amigo mío -dijo-, que eso es embarazoso, pesado, terrestre y visible.
Así que el alma, al retenerlo, se hace pesada y es arrastrada de nuevo hacia el terreno visible, por temor a lo invisible y al Hades, como se dice, dando vueltas en torno a los monumentos fúnebres y las tumbas, en torno a los que, en efecto, han sido vistos algunos fantasmas sombríos de almas; y tales espectros los proporcionan las almas de esa clase, las que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible. Por eso, justamente, se dejan ver.
-Es lógico, en efecto, Sócrates.


[Reencarnaciones hasta que el alma se purifique]
-Lógico ciertamente, Cebes. Y también que éstas no son en modo alguno las de los buenos, sino las de los malos las que están forzadas a vagar en pago de la pena de su anterior crianza, que fue mala. Y vagan errantes hasta que por el anhelo de loque las acompaña como un lastre, lo corpóreo, de nuevo quedan ligadas a un cuerpo. Y se ven ligadas, como es natural, a los de caracteres semejantes a aquellos que habían ejercitado ellas, de hecho, en su
vida anterior.
-¿ Cuáles son esos que dices, Sócrates?
[El Destino establece con su ley los premios y castigos de las almas como, por ejemplo, reencarnarse en animales que representen los vicios por los que las almas han pasado en la vida]
-Por ejemplo, los que se han dedicado a glotonerías, actos de lujuria, y a su afición a la bebida, y que no se hayan moderado, ésos es verosímil que se encarnen en las estirpes de los asnos y las bestias de tal clase. ¿No lo crees?
-Es, en efecto, muy verosímil lo que dices.
-y los que han preferido las injusticias, tiranías y rapiñas, en las razas de los lobos, de los halcones y de los milanos.
¿O a qué otro lugar decimos que se encaminan las almas de esta clase?
-Sin duda -dijo Cebes-, hacia tales estirpes.
-¿Así que -dijo él- está claro que también las demás irán cada una de acuerdo con lo semejante a sus hábitos
anteriores?
-Queda claro, ¿cómo no? -dijo.
-Por tanto, los más felices de entre éstos -prosiguió-son, entonces, los que van hacia un mejor dominio, los que han practicado la virtud democrática y política, esa que llaman cordura y justicia, que se desarrolla por la costumbre
y el uso sin apoyo de la filosofia y la razón?
-¿En qué respecto son los más felices?
-En el de que es verosímil que éstos accedan a una tirpe cívica y civilizada, como por caso la de las abejas,
o la de las avispas o la de las hormigas, y también, de vuelta, al mismo linaje humano, y que de ellos nazcan hombres sensatos.
-Verosímil.
[Los filósofos pertenecen al linaje de los dioses]
-Sin embargo, a la estirpe de los dioses no es lícito que tenga acceso quien haya partido sin haber filosofado y no esté enteramente puro, sino tan sólo el amante del saber. Así que, por tales razones, camaradas Sirnmias y Cebes, los filósofos de verdad rechazan todas las pasiones del cuerpo y se mantienen sobrios y no ceden ante ellas, y no por temor a la ruina económica y a la pobreza, como la mayoría de los codiciosos. y tampoco es que, de otro lado, sientan miedo de la deshonra y el desprestigio de la miseria, como los ávidos de poder y de honores, y por ello luego se abstienen de esas cosas.
-No sería propio de ellos, desde luego, Sócrates -dijo Cebes.
-Por cierto que no, ¡por Zeus! -replicó él-, Así que entonces mandando a paseo todo eso, Cebes, aquellos a los que les importa algo su propia alma y que no viven amoldándose al cuerpo, no van por los mismos caminos que estos que no saben adónde se encaminan, sino que considerando que no deben actuar en sentido contrario a la filosofia y a la liberación y el encanto de ésta, se dirigen de acuerdo con ella, siguiéndo1a por donde ella los guía.
-¿ Cómo, Sócrates?
[El cuerpo es la prisión del alma, soma-sema, en terminología griega.
El cuerpo-prisión es doctrina de origen órfico, que pedía someterse a los misterios para liberarse]
[Hay aquí una clara alusión a la alegoría de la caverna, de República. Actuación del alma del verdadero filósofo]
-Yo te lo diré -contestó-. Conocen, pues, los amantes del saber -dijo- que cuando la filosofia se hace cargo de su alma
está sencillamente encadenada y apresada dentro del cuerpo, y obligada a examinar la realidad a través de éste como a través de una prisión, y no ella por sí misma, sino dando vueltas en una total ignorancia, y advirtiendo que lo terrible del aprisionamiento es a causa del deseo, de tal modo que el propio encadenado puede ser colaborador de
ilestar aprisionado. Lo que digo es que entonces reconocen los amantes del saber que, al hacerse cargo la filosofía
de su alma, que está en esa condición, la exhorta suavemente e intenta liberarla mostrándole que el examen a través de los ojos está lleno de engaño, y de engaño también el de los oídos y el de todos los sentidos, persuadiéndola arescindir de ellos,
en cuanto no le sean de uso forzoso, aconsejándole que se concentre consigo misma y se recoja, y que no confíe en ninguna otra cosa, sino tan sólo en sí misma, en lo que ella por sí misma capte de lo real como algo que es en sí.
Y que lo que observe a través de otras cosas que es distinto en seres distintos, nada juzgue como verdadero.
Que lo de tal clase es sensible y visible, y lo que ella sola contempla inteligible e invisible. Así que, como no piensa que deba oponerse a tal liberación, el alma muy en verdad propia de un filósofo se aparta, así, de los placeres pasiones y pesares y «terrores»en todo lo que es capaz, reflexionando que, siempre que se regocija o se atemoriza «o se apena» o se apasiona a fondo, no ha sufrido ningún daño tan grande de las cosas que uno puede creer, como si sufriera una enfermedad o hiciera un gasto mediante sus apetencias, sino que sufre eso que es el más grande y el extremo de los males, y no lo toma en cuenta.
-¿Qué es eso, Sócrates? -preguntó Cebes.
--Que el alma de cualquier humano se ve forzada, al tiempo que siente un fuerte placer o un gran dolor por algo, a considerar que aquello acerca de lo que precisamente experimenta tal cosa es lo más evidente y verdadero, cuando no es así.
Eso sucede, en general, con las cosas visibles, ¿o no?
-En efecto, sí.

martes, 1 de septiembre de 2009

Libro del mes (Septiembre 2009). Título: Seducidos por la muerte.

El autor de este libro es Herbert Hendin, consejero delegado y director médico de Suicide Prevention International y catedrático de psiquiatría en el New York Medical College. En su larga carrera se ha convertido en una autoridad en suicidio y prevención del mismo, y ha obtenido gran reconocimiento internacional; de hecho, en la resolución judicial del Tribunal Supremo de Estados Unidos por la que se afirma que no existe el derecho constitucional al suicidio asistido, se citan los estudios de Hendin sobre esta cuestión.
El libro lo he elegido para poner de manifiesto la necesidad de llevar al debate de la eutanasia la racionabilidad y la noción de persona humana como un absoluto.
Leamos un fragmento del Prólogo a la edición española .
"ÉTIENNE MONTERO Profesor ordinario, Universidad de Namur (Bélgica)
El debate sobre la eutanasia está poblado de rostros. Lo queramos o no, habitan nuestro imaginario colectivo: Karen Ann Quinlan o Terri Schiavo en Estados Unidos, Ramón Sampedro o Inrnaculada Echevarría en España, Vincent Humbert o Chantal Sébire en Francia, Pierpaolo Welby en Italia, Hugo Claus en Bélgica, etcétera.
Los movimientos pro eutanasia han puesto todo su empeño en mediatizar unos casos extremos presentados ante la opinión pública en razón de su carácter especialmente dramático. Su estrategia ha sido generalmente provechosa: la discusión se focaliza a menudo en torno a unos cuantos casos «límite» que desencadenan una fuerte carga emocional. Como resultado, el debate público acerca de la compleja y delicada cuestión de la eutanasia se reduce habitualmente a eslóganes concebidos por los sentimientos, en vez de apoyarse en el intercambio de argumentos racionales. Es cierto que existen numerosas publicaciones especializadas sobre la eutanasia. Pero, como es previsible, muchos de los estudios filosóficos quedan confinados en el cenáculo de los profesionales de la filosofía, y las publicaciones jurídicas no suelen salir del mundo de los juristas ... Mientras tanto, la opinión pública navega entre tópicos, malentendidos y aproximaciones, y, a menudo, el rigor de la reflexión se difumina ante las pasiones, los fantasmas y los pavores que rodean a la muerte.
El uso que se hace hoy en día de la razón es cuando menos paradójico. Parece como si el campo de la razón se limitara estrictamente a lo mensurable, observable y verificable. Confiamos en ella -aún más, es exaltada- en el terreno de la ciencia y de la técnica. En cambio, tendemos a no escuchar más que el corazón y las pasiones para juzgar las cuestiones relacionadas con la vida y la muerte, el sentido y los valores. Sustraídas al imperio de la razón, terminamos dejando las cuestiones existenciales en manos de la opinión individual.
Esta tentación es muy comprensible, pero nos lleva a enfocar de manera insuficiente y peligrosa la cuestión que nos ocupa.
Comprensible, porque los principios éticos y jurídicos, por muy afinados que estén, siempre son percibidos como abstractos y alejados de la complejidad de las situaciones vividas en su dramática realidad. Por supuesto, no se puede ignorar el desamparo de ningún enfermo, pero también es menester insuflar razón en el debate. Para empezar, no es prudente extender la legalización de la eutanasia a nuevos países sin que sus ciudadanos tengan un conocimiento mínimo de lo que está pasando realmente allí donde ya ha sido legalizada la asistencia al suicidio (Oregón y Holanda) y la eutanasia (llamada actieve levensbeeindiging, o sea, «terminación activa de la vida» en Holanda). Hoy deberíamos mencionar también a Bélgica, que despenaliza la eutanasia en el año 2002.
Son muchas las razones que hacen insuficiente un enfoque excesivamente casuístico de la eutanasia. Apuntemos algunas brevemente. Raras veces conviene que una legislación esté pensada a partir de «casos límite». El buen legislador debe evitar lo que cierta sociología jurídica denomina el «efecto macedonio», es decir, esa tendencia desacertada a moldear un modelo general sobre la base de unos casos excepcionales o marginales. Si se siguiera esta lógica hasta el final, ningún principio quedaría a salvo, dado que toda norma, en mayor o menor medida, plantea problemas en los límites de su ámbito de aplicación.
Al enfatizar unos casos especialmente trágicos se corre el riesgo de ocultar los múltiples aspectos que están en juego en el debate sobre el fin de la vida. Salta a la vista que, en los últimos años, las discusiones en torno al fin de la vida se han centrado demasiado en la reivindicación de un derecho a la eutanasia. Mientras tanto, puede ocurrir que se sigan descuidando muchas otras preocupaciones en torno al fin de la vida: el control del dolor y de los síntomas, la atención global al enfermo, el desarrollo de los cuidados paliativos ...
Por otra parte, no se puede afirmar sin más que la eutanasia sea una cuestión -una elección- puramente privada. Al fin y al cabo, no se trata de reivindicar un derecho sobre la propia vida sino que se trata del derecho concedido al cuerpo médico de cooperar en la muerte de otros hombres. Por tanto, es
difícil negar el impacto de la eutanasia sobre el tejido social y, consecuencia, su dimensión socio-jurídica-política. En realidad, su legalización modifica sustancialmente la concepción de la práctica de la medicina, atribuyendo a los «profesionales de la salud» un nuevo poder: el de administrar la muerte; también
altera la consideración de la sociedad hacia los enfermos y moribundos, al plasmar en la ley una suerte de duda colectiva sobre el valor o la dignidad de ciertas vidas humanas; por fin,
atañe a los mismos fundamentos del orden jurídico, al permitir que unos hombres dispongan de la vida de otros.
Al mismo tiempo, nunca debe olvidarse que la ley -mejor dicho, el Derecho-- es mucho más que un mero
instrumento de regulación de las libertades individuales. En la practica ejerce una importante función simbólica y pedagógica.