sábado, 7 de julio de 2012


Libro del mes (Junio 2012): "El opio de los intelectuales"

El autor de este libro es Raymond Aron, filósofo, sociólogo y comentarista político. Presidente de la Academia de Ciencias Morales y Políticas en Francia.

En este libro nos habla del "opio de los intelectuales",  cuando se dejan arrastrar por dogmatismos e ideologías y son incapaces de ejercer un pensamiento crítico y libre.

Veamos algún fragmento de su libro:

"¿Merecen tanto honor las revoluciones? Los hombres que las piensan no son los que las hacen. Quienes las comienzan viven raramente su epílogo, salvo en el exilio o la prisión. ¿Son realmente los símbolos de una humanidad dueña de sí misma, si ningún hombre se reconoce en la obra surgida del combate de todos contra todos?
REVOLUCIÓN Y REVOLUCIONES
Se entiende por revolución, enel lenguaje corriente de la so­ciología, la sustitución repentina, por la violencia, de un Po­der por otro. Admitiendo esta definición, se eliminarán cier­tos usos de la palabra que crean equívoco o confusión. En una expresión como Revolución industrial, el término evoca simplemente cambios profundos y rápidos. Cuando se habla de revolución laborista, se sugiere la importancia, supuesta o real, de las reformas cumplidas por el gobierno británico en­tre 1945 y 1950, pero estos cambios no son brutales ni están acompañados por vacancias de legalidad, no constituyen un fenómeno histórico de la misma especie que los acontecimien­tos de 1789 a 1797, en Francia, o de 1917 a 1921, en Rusia. La obra laborista, en esencia, no es revolucionaria en el senti­do en que este calificativo se aplica a la de los jacobinos o los bolcheviques.

Aun descartando los usos abusivos, subsiste algún equívo­co. Los conceptos no recubren nunca los hechos exactamente; los límites de aquellos están trazados con rigor, los límites de estos son flotantes. Podrán enumerarse múltiples casos en que sería legítima la duda. El ascenso al poder del nacionalsocialis­mo fue legal y la violencia ordenada por el Estado. ¿Se hablará de revolución a causa de lo repentino de los cambios ocurridos en el personal del gobierno y en el estilo de las instituciones, a despecho del carácter legal de la transición? En el otro extre­mo, los pronunciamientos* de las repúblicas sudamericanas, ¿merecen el calificativo de revolución, cuando reemplazan un oficial por otro, en rigor un militar por un civil o inversamen­te, sin marcar el paso real de una clase dirigente a otra, ni de un modo de gobierno a otro? A un trastorno efectuado en la legalidad, le faltan las características de la ruptura constitu­cional. A la sustitución repentina, con o sin tumultos sangrien­tos, de un individuo por otro, a las idas y venidas del palacio a la prisión, le faltan las transformaciones institucionales.

Apenas importa responder dogmática mente a estas cues­tiones. Las definiciones no son verdaderas o falsas, sino más o menos útiles o convenientes. No existe, salvo en un cielo desconocido, una esencia eterna de la revolución: el concepto no sirve para aprehender ciertos fenómenos y para ver claro en nuestro pensamiento.

Nos parece razonable reservar el término de golpe de Esta­do tanto para el cambio constitucional decretado ilegalmente por quien detenta el Poder (Napoleón III en 1851) como para la toma del Estado por un grupo de hombres armados, sin que esta toma (sangrienta o no) acarree el advenimiento de otra clase dirigente de otro régimen. La revolución significa algo más que el «quítate de ahí que me pongo yo». Por el contrario, la ascensión de Hitler permanece revolucionaria, aunque haya sido nombrado legalmente canciller por el pre­sidente Hindenburg. El empleo de la violencia ha seguido, antes que precedido, a esta ascensión y, al mismo tiempo, han faltado algunos de los caracteres jurídicos del fenómeno revo­lucionario. Sociológicamente, vuelven a encontrarse los ras­gos esenciales: ejercicio del poder por una minoría que elimi­na despiadadamente a sus adversarios, crea un Estado nuevo, sueña con transfigurar a la nación. Estas querellas acerca de palabras, solo tienen, reducidas a sí mismas, una mediocre significación, pero, con mucha frecuencia, la discusión respecto a la palabra revela el fondo del debate. Recuerdo que en Berlín, en 1933, la controversia preferida de los franceses se refería al tema: ¿se trata o no de una revolución? No se preguntaban, razonablemente, si la apariencia o el disimulo legal impedía o no la referencia a los precedentes de Cromwell o de Lenin. Antes bien, se negaba con furor --como hizo uno de mis interlocutores en la Socie­dad Francesa de Filosofía en 1938- que el noble término de Revolución pudiera aplicarse a acontecimientos tan prosai­cos como los que agitaban en 1933 a Alemania. Y, sin em­bargo, ¿qué más puede exigirse que el cambio de hombres, de clase dirigente, de constitución, de ideología? ¿Qué respuesta daban los franceses de Berlín, en 1933, a dicha cuestión? Unos hubieran respondido que la legalidad del nombramiento del 30 de enero, la ausencia de tumultos en las calles, constituían una diferencia fundamental entre el adveni­miento del Tercer Reich y el de la República de 1792 o el co­munismo de 1917. Poco importa finalmente que se reconoz­can dos especies del mismo género o dos géneros diferentes.


Otros negaban que el nacionalsocialismo realizara una re­volución, porque lo juzgaban contrarrevolucionario. Se tiene derecho a hablar de contrarrevolución cuando se restaura el Antiguo Régimen, cuando vuelven al poder los hombres del pasado, cuando las ideas o instituciones que los revoluciona­rios de hoy traen consigo son las que habían eliminado los revolucionarios de ayer. Aun aquí, son numerosos los casos marginales. La contrarrevolución nunca es enteramente una restauración y toda revolución niega siempre por una parte a la que la ha precedido y, por ello, presenta algunos caracteres contrarrevolucionarios. Pero ni el fascismo ni el nacionalso­cialismo son entera o esencialmente contrarrevolucionarios. Retornan algunas fórmulas de los conservadores, sobre todo los argumentos que estos utilizaron contra las ideas de I789. Pero los nacionalsocialistas atacaron la tradición religiosa del cristianismo, la tradición social de la aristocracia y del liberalismo burgués: la «fe alemana», el encuadramiento de las masas, el principio del jefe, tienen una significación pro­piamente revolucionaria. El nacionalsocialismo no señalaba un retorno al pasado, rompía con este tan radicalmente como el comunismo.
En verdad, al hablar de Revolución, cuando nos pregun­tamos si talo cual ascensión repentina y violenta al Poder es digna de entrar o no al templo donde imperan I789, las Tres Gloriosas, «los diez días que conmovieron al mundo», nos referimos más o menos concientemente a dos ideas: las revo­luciones tal como se las observa en innumerables países, san­grientas, prosaicas, decepcionantes, solo se semejan a la Re­volución a condición de invocar la ideología de izquierda, humanitaria, liberal, igualitaria, sólo se cumplen plenamente a condición de arribar a una inversión de las relaciones ac­tuales de propiedad. En el plano de la Historia, estas dos ideas son simples prejuicios.
Todo cambio de régimen súbito y brutal provoca fortunas y quiebras igualmente injustas, acelera la circulación de los biene~ y de las élites, no proporciona necesariamente una concepción nueva del derecho de propiedad. Según el mar­xismo, la supresión de la propiedad privada de  instru­mentos de producción constituiría el fenómeno esencial de la Revolución. Pero, tanto en el pasado como en nuestra época, el hundimiento de los tronos o de las repúblicas, la conquista del Estado por minorías activas, no siempre ha coincidido con un trastorno de las normas jurídicas. No cabría considerar inseparables la violencia y los valores de izquierda: la inversa se aproximaría más a la verdad. Un poder revolucionario es, por definición, un poder tiránico. Se ejerce a despecho de las leyes, expresa la voluntad de un gru­po más o menos numeroso, se desinteresa y deben desintere­sarse por los intereses de talo cual fracción del pueblo. La fase tiránica dura mayor o menor tiempo según las circunstancias, pero nunca se llega a obviarla -o, más exactamente, cuando se consigue evitarla, hay reforma, no revolución. La toma y el ejercicio del poder por la violencia suponen conflictos que la negociación y el compromiso no logran resolver; en otras pa­labras, el fracaso de los procedimientos democráticos. Revo­lución y democracia son nociones contradictorias. Es, desde luego, igualmente desatinado condenar o exal­tar por principio las revoluciones. Siendo hombres y grupos como son -obstinados en la defensa de sus intereses, escla­vos del presente, raramente capaces de sacrificios, aunque estos preservaran el porvenir, propensos a oscilar entre la re­sistencia y las concesiones antes que elegir virilmente un par­tido (Luis XVI no logró ponerse a la cabeza de sus ejércitos ni arrastrar consigo a los «ultras» o a los partidarios del com­promiso)-, las revoluciones seguirán siendo probablemente inseparables de la marcha de las sociedades. Con mucha fre­cuencia una clase dirigente traiciona a la colectividad que tie­ne a su cargo...."