miércoles, 31 de agosto de 2011

Libro del mes (septiembre 2011). "Jesús de Nazaret" 2º tomo.



Libro ya comentado en el mes anterior. Veamos algún fragmento:

"Pero Pilato sabía que Jesús no había dado lugar a un movimiento revolucionario. Después de todo lo que él había oído, Jesús debe haberle parecido un visionario religioso, que tal vez transgredía el ordenamiento judío sobre el derecho y la fe, pero eso no le interesaba. Era un asunto del que debían juzgar los judíos mismos. Desde el aspecto del or­denamiento romano sobre la jurisdicción y el poder, que entraban dentro de su competencia, no había nada serio contra Jesús.

Llegados a este punto hemos de pasar de las con­sideraciones sobre la persona de Pilato al proceso en sí mismo. EnJuan 18,34s se dice claramente que Pilato, según la información de que disponía, no tenía nada contra Jesús. No había llegado a las au­toridades romanas ninguna información sobre algo que pudiera amenazar la paz legal. La acusación provenía de los mismos connacionales de Jesús, de las autoridades del templo. Para Pilato tuvo que ser una sorpresa que los compatriotas de Jesús se presentaran ante él como defensores de Roma, desde el momento que, por lo que conocía perso­nalmente, no tenía la impresión de que fuera nece­saria una intervención.
Pero he aquí que, de improviso, surge algo en el interrogatorio que le inquieta: la declaración de Jesús. A la pregunta de Pilato: «Conque ¿tú eres rey?», Él responde: «Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» Un 18,37). Ya antes Jesús había dicho: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría lu­chado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (18,36).
Esta «confesión» de Jesús pone a Pilato ante una situación extraña: el acusado reivindica realeza y reino (basileia). Pero hace hincapié en la total di­versidad de esta realeza, y esto con una observa­ción concreta que para el juez romano debería ser decisiva: nadie combate por este reinado. Si el poder, y precisamente el poder militar, es caracte­rístico de la realeza y del reinado, nada de esto se encuentra en Jesús. Por eso tampoco hay una ame­naza para el ordenamiento romano. Este reino no es violento. N o dispone de una legión.

Con estas palabras Jesús ha creado un concepto absolutamente nuevo de realeza y de reino, y lo expone ante Pilato, representante del poder clásico en la tierra. ¿ Qué debe pensar Pilato? ¿ Qué debe­mos pensar nosotros de este concepto de reino y realeza? ¿ Es algo irreal, un ensueño del cual pode­mos prescindir? ¿ O tal vez nos afecta de alguna manera?
Junto con la clara delimitación de la idea de reino (nadie lucha, impotencia terrenal), Jesús ha introducido un concepto positivo para hacer com­prensible la esencia y el carácter particular del poder de este reinado: la verdad. A lo largo del interroga­torio Pilato introduce otro término proveniente de su mundo y que normalmente está vinculado con el vocablo «reinado»: el poder, la autoridad (exou­sía). El dominio requiere un poder; más aún, lo de­fine. Jesús, sin embargo, caracteriza la esencia de su reinado como el testimonio de la verdad. Pero la verdad, ¿es acaso una categoría política? O bien, ¿ acaso el «reino» de Jesús nada tiene que ver con la política? Entonces, ¿a qué orden pertenece? Si Jesús basa su concepto de reinado y de reino en la verdad como categoría fundamental, resulta muy comprensible que el pragmático Pilato preguntara: «¿Qué es la verdad?» (18,38).
Es la cuestión que se plantea también en la doc­trina moderna del Estado: ¿ Puede asumir la política la verdad como categoría para su estructura? ¿ O debe dejar la verdad, como dimensión inaccesible, a la sub­jetividad y tratar más bien de lograr establecer la paz y la justicia con los instrumentos disponibles en el ámbito del poder? Y la política, en vista de la impo­sibilidad de poder contar con un consenso sobre la verdad y apoyándose en esto, ¿ no se convierte acaso en instrumento de ciertas tradiciones que, en realidad, son sólo formas de conservación del poder?
Pero, por otro lado, ¿ qué ocurre si la verdad no cuenta nada? ¿Qué justicia será entonces posible? ¿No debe haber quizás criterios comunes que ga­ranticen verdaderamente la justicia para todos, cri­terios fuera del alcance de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder? ¿ No es cierto que las grandes dictaduras han vivido a causa de la mentira ideológica y que sólo la verdad ha podidc llevar a la liberación?




¿ Qué es la verdad? La pregunta del pragmático, hecha superficialmente con cierto escepticismo, es una cuestión muy seria, en la cual se juega efecti­vamente el destino de la humanidad. Entonces, ¿qué es la verdad? ¿La podemos reconocer? ¿Puede entrar a formar parte como criterio en nuestro pensar y querer, tanto en la vida del indi­viduo como en la de la comunidad?
La definición clásica de la filosofía escolástica dice que la verdad es «adaequatio intellectus et rei, adecuación entre el entendimiento y la realidad» (Tomás de Aquino, S. Theol. 1, q. 21, 2 c). Si la razón de una persona refleja una cosa tal como es en sí misma, entonces esa persona ha encontrado la verdad. Pero sólo una pequeña parte de lo que realmente existe, no la verdad en toda su grandeza y plenitud.

Con otra afirmación de santo Tomás ya nos acercamos más a las intenciones de Jesús: «La ver­dad está en el intelecto de Dios en sentido propio y verdadero, y en primer lugar (primo et proprie); en el intelecto humano, sin embargo, está en sen­tido propio y derivado (proprie quidem et secun­dario¡» (De verit. q. 1, a. 4 c). Y se llega así finalmente a la fórmula lapidaria: Dios es «ipsa summa et prima veritas, la primera y suma verdad» (S. Theol. 1, q. 16, a. 5 c).

Con esta fórmula estamos cerca de lo que Jesús quiere decir cuando habla de la verdad, para cuyo testimonio ha venido al mundo. Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no apa­rece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces al­canza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el ser y el sentido.

«Dar testimonio de la verdad» significa dar valor a Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. En este sentido, la verdad es el verdadero «Rey» que da a todas las cosas su luz y su grandeza. Po­demos decir también que dar testimonio de la ver­dad significa hacer legible la creación y accesible su verdad a partir de Dios, de la Razón creadora, para que dicha verdad pueda ser la medida y el cri­terio de orientación en el mundo del hombre; y que se haga presente también a los grandes y pode­rosos el poder de la verdad, el derecho común, el derecho de la verdad.
Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo.

Ahora, como hombres modernos, uno siente la tentación de decir: «Gracias a la ciencia, la creación se nos ha hecho descifrable». De hecho, Francis S. Collins, por ejemplo, que dirigió el Human Ge­nome Project, dice con grata sorpresa: «El lenguaje de Dios ha sido descifrado» (The Language of God, p. 99). Sí, es cierto: en la gran matemática de la creación, que hoy podemos leer en el código ge­nético humano, percibimos el lenguaje de Dios. Pero no el lenguaje entero, por desgracia. La ver­dad funcional sobre el hombre se ha hecho visible. Pero la verdad acerca de sí mismo -sobre quién es, de dónde viene, cuál el objeto de su existencia, qué es el bien o el mal- no se la puede leer des­graciadamente de esta manera. El aumento del conocimiento de la verdad funcional parece más bien ir acompañado por una progresiva ceguera para la «verdad» misma, para la cuestión sobre lo que realmente somos y lo que de verdad debe­mos ser.
¿ Qué es la verdad? Pilato no ha sido el único que ha dejado al margen esta cuestión corno inso­luble y, para sus propósitos, impracticable. Tam­bién hoy se la considera molesta, tanto en la contienda política como en la discusión sobre la formación del derecho. Pero sin la verdad el hom­bre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. «Reden­ción», en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible. Y llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la ver­dad en medio de la historia. Externamente, la verdad resulta impotente en el mundo, del mismo modo que Cristo está sin poder según los criterios del mundo: no tiene legiones. Es crucificado. Pero precisamente así, en la falta total de poder, Él es poderoso, y sólo así la verdad se convierte siempre de nuevo en poder.

En el diálogo entre Jesús y Pilato se trata de la rea­leza de Jesús y, por tanto, del reinado, del «reino» de Dios. Precisamente en este coloquio se ve clara­mente que no hay ruptura alguna entre el mensaje de Jesús en Galilea -el Reino de Dios- y sus dis­cursos en Jerusalén. El centro del mensaj e hasta la cruz -hasta la inscripción en la cruz- es el Reino de Dios, la nueva realeza que Jesús repre­senta. La raíz de esto, sin embargo, es la verdad. La realeza anunciada por Jesús en las parábolas y, finalmente, de manera completamente abierta ante el juez terreno, es precisamente el reinado de la verdad. Lo que importa es el establecimiento de este reinado como verdadera liberación del hombre.
Queda claro al mismo tiempo que no hay contradicción alguna entre el planteamiento pre-pascual centrado en el Reino de Dios y el post-pascual, centrado en la fe en Jesucristo como Hijo de Dios. En Cristo, Dios ha entrado en el mundo, ha entrado la verdad. La cristología es el anuncio del Reino de Dios que se ha hecho concreto.

Después del interrogatorio, Pilato tuvo claro lo que en principio ya sabía antes. Este Jesús no es un revolucionario político, su mensaje y su compor­tamiento no representa una amenaza para la domi­nación romana. Si tal vez ha violado la Torá, a él, que es romano, no le interesa.
Pero parece que Pilato sintió también un cierto temor supersticioso ante esta figura extraña. Pilato era ciertamente un escéptico. Pero como hombre de la Antigüedad tampoco excluía que los dioses, o en todo caso seres parecidos, pudieran aparecer bajo el aspecto de seres humanos. Juan dice que los «judíos» acusaron a Jesús de haberse declarado Hijo de Dios, y añade: «Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más» (19,8).
Pienso que se debe tener en cuenta este miedo de Pilato: ¿ acaso había realmente algo de divino en este hombre? Al condenarlo, ¿ no atentaba tal vez contra un poder divino? ¿ Debía esperarse quizás la ira de estos poderes? Pienso que su actitud en este proceso no se explica únicamente en función de un cierto compromiso por la justicia, sino pre­cisamente también por estas cuestiones.
Obviamente, los acusadores se percatan muy bien de ello y, a un temor, oponen ahora otro temor. Contra el miedo supersticioso por una posible presencia divina, ponen ante sus ojos la amenaza muy concreta de perder el favor del em­perador, de perder su puesto y caer así en una si­tuación delicada. La advertencia: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César» Un 19,12), es una inti­midación. Al final, la preocupación por su carrera es más fuerte que el miedo por los pode­res divinos.