sábado, 23 de febrero de 2013

Libro del mes (febrero 2013): El principio de responsabilidad





En este libro, Hans Jonas, doctor en Filosofía, docente en la New School for Social Research de Nueva York y galardonado en 1987 con el Premio de la Paz de los libreros alemanes, plantea que nuestra era tecnológica, en la que el poder del hombre ha alcanzado una dimensión y unas implicaciones hasta ahora inimaginables, exige una concienciación ética, a través del principio de responsabilidad.

Veamos un fragmento de este libro:

"Pero la verdad como tal- y quizá más la aspiración a ella- embellece con su presencia todo estado del hombre, del mismo modo que su desaparición lo empobrecería.Muy distinto es lo que sucede con el robusto brote de la ciencia natu­ral: la técnica. Dado que la técnica modifica el mundo y determina decisivamente las formas y condiciones reales de la vida humana -en ocasiones, incluso el estado de la naturaleza-, bien puede ella tener algo que ver tanto con la llegada de la utopía como con su proyectad­o contenido. De hecho las diversas utopías, tanto políticas como lit­erarias -a excepción de las «arcádicas», que no puedo tomar en se­rio-, otorgan a la técnica un papel fundamental en sus proyectos, aunque en lo principal éstos no sean tecnológicos. Y en cuanto a la promoción o la detención de la técnica, se podrá esperar -o temer- u­na u otra de la utopía, según la actitud que se haya adoptado. Ya nos  hemos ocupado en este sentido, no hace mucho, de la utopía en su forma comunista, de las perspectivas que podría ofrecer para domeñar una técnica que se ha vuelto de alguna manera salvaje, es decir, de  las perspectivas que nos ofrecería para su ahora deseable detención.
Esto apunta a la circunstancia de que el progreso de la técnica -de modo opuesto al de la ciencia - puede eventualmente no ser deseado, puesto que la técnica se justifica únicamente por sus efectos y no por sí misma). Pero coincide con su productora -la ciencia, que se ha con­vertido en su hermana gemela- en que el «progreso» como tal, en su automovimiento, es un hecho indudable, en el sentido de que cada etapa es necesariamente superior a la anterior. Obsérvese que esto no encierra ningún juicio de valor, sino que es una mera constatación de hechos: puede lamentarse la invención de una bomba atómica de  capacidad destructiva aún mayor y considerar negativo su valor, pero la queja es precisamente que esa bomba es técnicamente «mejor» y, en este sentido, su invención, desgraciadamente, un progreso. Todo este libro trata del problematismo del progreso técnico, de modo que nada más vamos a decir en este lugar. En el caso de la ciencia y de la técnica nada es tan evidente como que, especialmente tras su íntimo hermanamiento, su historia es una historia de éxitos, de éxitos cons­tantes, una historia producto de su lógica interna y que promete cosas siempre nuevas. No creo que pueda decirse nada parecido de ninguna­ otra aspiración humana común. Como ya se ha mostrado (véase cap. 1, IV, 1, p. 36 Y ss.), este éxito de la técnica, con su cegadora pre­sencia pública en todos los ámbitos de la vida -una auténtica marcha triunfal-, propicia que en la conciencia colectiva la empresa prome­teica, como tal pase, de ser un simple medio (lo que toda técnica es de suyo) a convertirse en la meta y que la «conquista de la naturaleza» aparezca como la vocación de la humanidad: el homo faber por enci­ma del homo sapiens (que se convierte en un medio para aquel) y el poder externo como el mayor bien (se entiende que para la especie, no para el individuo). Dado que esto no tiene final, se trataría de una «utopía» de la autosuperación permanente hacia una meta sin fin. Como fin en sí mismo sería mucho más adecuada la ciencia, la vida teorética, pero sólo lo sería para el pequeño grupo de los estudiosos de ella. Finalmente, en lo tocante a la moralidad, no carecen la ciencia y la técnica de relación con ella. Con respecto a la idea de progreso la pregunta es si la ciencia y la técnica contribuyen con su progreso a la moralización general. Puesto que la dedicación al saber es en sí un bien moral, puede seguramente la ciencia -y el pensamiento especu­lativo- afectar de forma moralmente positiva a quienes la practican (sin embargo, extrañamente, no siempre sucede así), pero no haría eso mediante sus progresos ni sus resultados, sino mediante su ejercicio actual, es decir, mediante su espíritu permanente, de modo que los que vinieran detrás no disfrutarían de ninguna ventaja sobre sus an­tecesores y el común de la gente no se vería afectado en nada. Sí se ve afectado, sin embargo, por todo lo que la técnica produce en el mun­do y; por ende, por su progreso, que es un progreso de los resultados. Pero de este complejo de resultados -de sus frutos para el goce hu­mano y las condiciones de su existencia - sólo cabe decir que algunos contribuyen a la moralización de las gentes y que otros producen el efecto contrario, o también que los mismos producen ambas cosas. y no sabría yo decir cómo queda el balance. Únicamente su ambivalen­cia está fuera de duda. Si fuera el caso que la transformación de los há­bitos y condiciones de vida por la técnica condujera con el tiempo (no es ninguna idea descabellada) a un cambio tipológico de «el hombre» -la más maleable de las criaturas-, entonces difícilmente irá ese cam­bio en el sentido de un ideal ético-utópico. La preponderante vulga­ridad de las bendiciones tecnológicas hace de eso una cosa más que improbable. (No es preciso siquiera pensar en la enorme pérdida de autonomía que sufre el individuo por la presión fáctica y psicológica del orden tecnológico sobre las masas.)".


sábado, 2 de febrero de 2013

17º Comentario de Filosofía: Educación religiosa.




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Veamos ahora la carta que el político francés Jean Jaures, ateo y socialista, fundador de l'Humanité, escribió a su hijo donde le hacía una serie de reflexiones sobre la necesidad de su formación religiosa:

«Querido hijo, me pides un justificante que te exima de cur­sar la religión, un poco por tener la gloria de proceder de dis­tinta manera que la mayor parte de tus condiscípulos, y temo que también un poco para parecer digno hijo de un hombre que no tiene convicciones religiosas. Este justificante, querido hijo, no te lo envío ni te lo enviaré jamás.
No es porque desee que seas clerical, a pesar de que no ha en esto ningún peligro, ni lo hay tampoco en que profeses las creencias que te expondrá el profesor. Cuando tengas la edad suficiente para juzgar, serás completamente libre; pero tengo empeño decidido en que tu instrucción y tu educación sean completas, y no lo serían sin un estudio serio de la religión.
Te parecerá extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión. Son, hijo mío, declaraciones buenas para arrastrar a algunos, pero que están en pugna con el más elemental buen sentido. ¿Cómo sería completa tu instrucción sin un conocimiento suficiente de las cuestiones religiosas sobre las que todo el mundo dis­cute? ¿Quisieras tú, por ignorancia voluntaria, no poder decir una palabra sobre estos asuntos sin exponerte a soltar un dis­parate?
Dejemos a un lado la política y las discusiones, y veamos lo que se refiere a los conocimientos indispensables que debe tener un hombre de cierta posición. Estudias mitología para comprender la historia y la civilización de los griegos y los romanos. ¿Qué comprenderías de la historia de Europa y del mundo entero después de Jesucristo sin conocer la religión, que cambió la faz del mundo y produjo una nueva civiliza­ción?
Las letras ¿Puedes dejar de conocer no solo a Bossuet, Fénélon, Lacordaire, De Maistre, Veuillot ... sino también a Corneille, Racine, Hugo, en una palabra a todos estos gran­des maestros que debieron al cristianismo sus más bellas ins­piraciones? ... ¿Puedes ignorar la expresión más clara del Derecho Natural, la filosofía más extendida, la moral más sabia y más universal? ... Hasta en las Ciencias Naturales y Matemáticas encontrarás la religión; Pascal y Newton eran cristianos fervientes. Ampere era piadoso; Pasteur probaba la existencia de Dios y decía haber recobrado por la ciencia la fe de un bretón.
Hay que confesarlo; la religión está íntimamente unida a todas las manifestaciones de la inteligencia humana; es la base de la civilización y es ponerse fuera del mundo intelec­tual y condenarse a una manifiesta inferioridad el no querer conocer una ciencia que han estudiado y que poseen en nues­tros días tantas inteligencias preclaras. Ya que hablo de edu­cación: ¿Para ser un joven bien educado es preciso conocer y practicar las leyes de la Iglesia? Sólo te diré lo siguiente: nada hay que reprochar a los que las practican fielmente y con mucha frecuencia hay que llorar por los que no las toman en cuenta ... Si no estamos obligados a imitarlas, debemos por lo menos compenderlas, para poder guardarlas el respeto, las consideraciones y la tolerancia que les son debidas.
Querido hijo: ... Muchos tienen interés en que los demás desconozcan la religión; pero todo el mundo desea conocer­la ... En cuanto a la libertad de conciencia ... eso es vana pala­brería que rechazan de ordinario los hechos y el sentido común ... Muchos anticatólicos conocen por lo menos indirec­tamente la religión; otros han recibido educación religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad.
Además, ... sólo son verdaderamente libres de no ser cristia­nos los que tienen facultad para serlo... te sorprenderá esta carta, pero precisa, hijo mío, que un padre diga siempre la ver­dad a su hijo. Ningún compromiso podrá excusarme de esa obligación» .
Es claro que siendo la religión algo individual e íntimo, per­sonal en último término, no tiene por qué estar ausente de lo público. Los ejemplos citados lo prueban, cada uno a su mo­do. Ortega y Gasset ya dijo: «Yo soy yo y mi circunstancia».