lunes, 31 de octubre de 2011

Libro del mes (noviembre 2011). Metafísica.

El libro de Aristóteles puede acercarnos a la concepción clásica de la verdad y el conocimiento. Nos servirá para el trabajo a realizar.
Veamos un fragmento:

“En fin, con mucha razón se llama a la filosofía la ciencia teórica de la verdad. En efecto, el fin de la especulación es la verdad, el de la práctica es la mano de obra; y los prácticos cuando consideran el porqué de las cosas, no examinan
la causa en sí misma sino con relación a un fin particular y para un interés presente.
Ahora bien, nosotros no conocemos lo verdadero, si no sabemos la causa. Además, una cosa es verdadera por excelencia cuando las demás cosas toman de ella lo que tienen de verdad, y de esta manera el fuego es caliente por excelencia, porque es la causa del calor de los demás seres. En igual forma, la cosa, que es la causa de la verdad en los seres que se derivan de esta cosa, es igualmente la verdad por excelencia. Por esta razón los principios de los seres eternos son necesariamente la eterna verdad. Porque no son sólo en tal o cual circunstancia estos principios verdaderos, ni hay nada que sea la causa de su verdad; sino que, por lo contrario son ellos mismos causa de la verdad de las demás cosas. De manera que tal es la dignidad de cada cosa en el orden del ser, tal es su dignidad en el orden de la verdad.

Es evidente que existe un primer principio y que no existe ni una serie infinita de causas, ni una infinidad de especies de causas.
Y así, desde el punto de vista de la materia, es imposible que haya producción hasta el infinito; que la carne, por ejemplo, proceda de la tierra, la tierra del aire, el aire del fuego, sin que esta cadena se acabe nunca. Lo mismo debe entenderse del principio del movimiento; no puede decirse que el hombre ha sido puesto en movimiento por el aire, el aire por el Sol, el Sol por la discordia, y así hasta el infinito.
En igual forma, respecto a la causa final, no puede irse hasta el infinito y decirse que el paseo existe en vista de la salud, la salud en vista del bienestar, el bienestar en vista de otra cosa, y que toda cosa existe siempre en vista de otra cosa.
Y, por último, lo mismo puede decirse respecto a la causa esencial(........)

Toda cosa intermedia es precedida y seguida de otra, y la que precede es necesariamente causa de la que sigue. Si con respecto a tres cosas, se nos preguntase cuál es la causa, diríamos que la primera. Porque no puede ser la última, puesto que 1o que está al fin no es causa de nada. Tampoco puede ser la intermedia, porque sólo puede ser causa de una sola cosa. Poco importa, además, que lo que es intermedio sea uno o muchos, infinito o finito. Porque todas las partes de esta infinitud de causas, y en general todas las partes del infinito, si partes del hecho actual para ascender de causa en causa, no son igualmente más que intermedios. De suerte que si no hay algo que sea primero, no hay absolutamente causa. Pero si, al ascender, es preciso llegar a un principio, no se puede en manera alguna, descendiendo, ir hasta el infinito, y decir, por ejemplo, que el fuego produce el agua, el agua la tierra, y que la cadena de la producción de los seres se continúa así sin cesar y sin fin. En efecto, decir que esto sucede a aquello, significa dos cosas; o bien una sucesión simple, como el que a los juegos Ístmicos siguen los juegos Olímpicos, o bien una relación de otro género, como cuando se dice que el hombre, por efecto de un cambio, viene del niño, y el aire del agua. Y he aquí en qué sentido entendemos que el hombre viene del niño; en el mismo que dijimos, que lo que ha devenido o se ha hecho, ha sido producido por lo que devenía o se hacía; o bien, que lo que es perfecto ha sido producido por el ser que se perfeccionaba, porque lo mismo que entre el ser y el no ser hay siempre el devenir, en igual forma, entre lo que no existía y lo que existe, hay lo que deviene. Y así, el que estudia, deviene o se hace sabio, y esto es lo que se quiere expresar cuando se dice, que de aprendiz que era, deviene o se hace maestro.”

jueves, 6 de octubre de 2011

Libro del mes (Octubre 2011):El ocio y la vida intelectual.

Este libro que publicamos es una obra de Josef Pieper, catedrático de Antropología Filosófica en la Universidad de Münster, doctor honoris causa y miembro de numerosas academias y sociedades científicas.
Lo destacamos, porque es una magistral apología de la vida espiritual y contemplativa; una defensa del ocio como uno ded los fundamentos de la cultura occidental.
Recogemos este fragmento para deleite de los estudiosos de Filosofía, entre ellos, mis alumnos.

"A ese territorio, al de la antropología filosófica, pertenece, pues, nuestra pregunta «¿qué significa filosofar?»
Por ser una pregunta filosófica, por eso precisamente, no podrá ser contestada de una forma definitiva, pues es esencial a la pregunta filosófica el que no se pueda obtener la respuesta como una «bien redondeada verdad» (según la expresión de Parménides), que no se la pueda tener en las manos como una manzana madura que se coge del árbol. Sobre esto, sobre la estructura de esperanza propia de la filosofía y del filosofar en general, hablaremos más adelante. No nos prometamos, por tanto, una definición manejable, una respuesta 'que abarque por todos lados el objeto, aun prescindiendo por completo de que cua¬tro cortas conferencias apenas si bastan para po¬ner en claro todo lo que abarca y hasta dónde se extiende la cuestión.
En una primera aproximación puede decirse que filosofar es un acto en el que se sobrepasa o trasciende el mundo del trabajo. Hay, pues, que precisar en seguida qué se entiende por «mundo del trabajo», y después qué quiere decir «trascender» ese mundo.
El mundo del trabajo es el mundo del día de labor, el mundo de la utilización, del servicio a fines, del resultado o producto, del ejercicio de una función; es el mundo de las necesidades y del rendimiento, el mundo del hambre y de su satisfacción. El mundo del trabajo está regido por esta meta: realización de la «utilidad común»; es éste el mundo del trabajo en la medida en que trabajo es sinónimo de acción útil (a la que es propio al mismo tiempo la actividad y el esfuerzo). El proceso del trabajo es el proceso de la rea¬lización de la «utilidad común», concepto que no hay que tomar como equivalente de bonum commune. La «utilidad común» es una parte esencial del bonum commune, pero este concepto con¬tiene mucho más. Al bonum commune pertenece, -por ejemplo (como dice Santo Tomás) \ que haya hombres entregados a la inútil vida de la contemplación; al bonum commune pertenece el que se haga filosofía, mientras que justamente no se puede decir que la contemplación, la filosofía, sirva a la «utilidad común».
En la actualidad, bonum commune y «utilidad común» se identifican cada vez más; es también verdad, y viene a ser lo mismo, que, en virtud de ello, el mundo del trabajo empieza a ser, amena¬za a ser, cada vez más excluyentemente, nuestro mundo a secas; la exigencia del mundo del trabajo se vuelve cada vez más totalitaria, se apodera cada vez más de la existencia humana en su totalidad.

Si es verdad que filosofar es un acto que sobre¬pasa, que trasciende el mundo del trabajo, entonces nuestra pregunta «¿qué significa filosofar?», esta pregunta tan «teórica» y «abstracta», se transforma imprevista y repentinamente en una cuestión histórica de la máxima actualidad. Nos basta dar un paso, en el pensamiento y geográficamente, para encontrarnos en un mundo en el que el proceso del trabajo, el proceso de la realización de la «utilidad común», informa todo el ámbito de la existencia humana; sólo hay que saltar una frontera, de la que estamos muy cerca tanto interior como exteriormente, para llegar al mundo total del trabajo en el que, consecuente¬mente, no habría ya ninguna verdadera filosofía ni ningún verdadero filosofar, si es verdad que filosofar significa trascender el mundo del trabajo y que es esencial al acto filosófico no pertenecer a ese mundo de utilidades y de aptitud práctica, de necesidad y producto, a ese mundo del bonum utile, de la «utilidad común», sino ser esencialmente inconmensurable con él. Mientras más totalitaria se hace la exigencia del mundo del trabajo tanto más intensamente se presenta esta inconmensurabilidad, este no-pertenecer a él. y quizá se pueda decir que esta exacerbación, este estar en peligro por parte del mundo del trabajo, es aquello por lo que se caracteriza propiamente la situación actual de la filosofía, casi más que por el contenido de sus problemas. La filosofía -¡necesariamente!-reviste cada vez más el carácter de lo extraño, del mero lujo intelectual, incluso de algo verdaderamente intolerable e injustificable, mientras más excluyentemente se incauta del hombre la exigencia del mundo de los días de trabaja.
Hay que decir primero algo sobre esta in conmensurabilidad del acto filosófico, sobre este trascender el mundo del trabajo que se produce en el filosofar. Hay que hablar de esto de forma absolutamente concreta.
Recordemos las cosas que dominan hoy el día corriente del hombre, nuestro día de trabajo; no es preciso para ello ningún especial esfuerzo de imaginación: nos encontramos metidos drásticamente en el centro mismo de este día de labor. Ahí están, por de pronto, las carreras y persecuciones de todos los días por la simple existencia física, por la comida, el vestido, la vivienda, el calor; después, sobrepasando las preocupaciones del individuo y condicionándolas al mismo tiem¬po, las necesidades de una nueva ordenación y reconstrucción, sobre todo en nuestra patria, pe¬ro también en Europa, en el mundo entero. Luchas de poder para la explotación de los bienes de esta tierra, oposición de intereses en lo grande y en lo pequeño. Por todas partes máxima tensión y sobrecarga, sólo aparentemente aligerada mediante desviaciones y pausas acabadas apresuradamente: periódicos, cines, cigarrillos. No es preciso que siga componiendo el cuadro; todos sabemos el aspecto que presenta este mundo. No es preciso, sin embargo, considerar sólo estas formas extremas, críticas, que se muestran precisamente hoy. Basta pensar sencillamente en el mundo del trabajo de todos los días, en el que hay que poner manos a la obra; en el que se rea¬lizan y logran fines muy concretos, metas que hay que tener a la vista con una mirada fija, orientada a lo cercano y a lo inmediato.

Estamos muy lejos de querer menospreciar este mundo de los días laborables, partiendo de una posición, a la que supongamos superior, de ocio filosófico. Sobre esto no hay que gastar palabras; ese mundo de los días de labor es parte esencial del mundo del hombre; es precisamente en él donde se crean los fundamentos de la existencia físíca sin la que ningún hombre puede filosofar. Pero, sin embargo, imaginémonos que entre las voces que llenan los talleres y el mercado (¿có¬mo hay que obtener estas o aquellas cosas nece¬sarias para la existencia cotidiana? ¿De qué forma se consigue eso? ¿Dónde hay de esto?»); imaginemos, decía, que entre tales voces se alzase de repente una preguntando: «¿Por qué existe el ser y no más bien la nada?», antiquísima y primaria exclamación de asombro filosófico, que ha calificado Heidegger como la pregunta fundamental de toda metafísica 2 ¿Hay que decir expresamente hasta qué punto esta pregunta del filósofo es algo por completo inconmensurable con el mundo de utilidad y de servicio a fines concretos de los días de trabajo? Si se formulase inesperada y repentinamente entre hombres de acción y de negocios, hombres preocupados del rendimiento y del éxito, ¿no se tendría por loco al que la hiciese? En tales contraposiciones extremas se hace visible la diferencia realmente existente; se hace claro que con aquella pregunta se da un paso que trasciende el mundo del trabajo y lleva lejos de él. La pregunta filosófica que lo es verdaderamente atraviesa la cúpula bajo la que está encerrado el mundo de la jornada burguesa de trabajo.

El acto filosófico no es la única forma de dar este «paso más allá». La voz de la poesía, de la verdadera creación literaria, no es menos inconmensurable con el mundo del trabajo que la pregunta del filósofo:

Alzase en el confín el árbol,
cantan los pájaros y en las caderas de Dios descansa feliz la esfera de la creación .

Tal voz suena igualmente en el ámbito de metas activamente alcanzadas como algo por completo extraño. No de otra forma sucede también con la voz de quien reza: «Te alabamos, te glorificamos, te damos gracias por tu inmensa gloría.



¡ Cómo podría ser comprendida esto sirviéndose de las categorías de la utilización racional y de la organización utilitaria!
También quien ama se sale de la cadena de fines de este mundo del día de trabajo, así como todo aquel que, por una profunda conmoción existencial, que es siempre al mismo tiempo una conmoción de la relación con el mundo, pisa los límites de la existencia, sea, por ejemplo, en la experiencia de la cercanía de la muerte o en cualquiera otra cosa. En semejante conmoción (téngase en cuenta que también el acto filosófico, la verdadera creación poética y, en general, la vivencia creadora, así como la oración, se apoyan en una conmoción), en tal conmoción, decimos, experimenta el hombre el carácter no definitivo de este mundo de todos los días lleno de cuidados; lo trasciende, da un paso más allá.

Por razón de esta fuerza de trascendencia y rompimiento que les es común tienen una cierta unidad natural todas esas formas de actitudes fundamentales del hombre: el acto filosófico, el religioso, el de creación y contemplación artística y también la relación con el mundo realizada en una conmoción existencia! en virtud del amor, de la experiencia de la muerte o de lo que sea. Todo el mundo sabe hasta qué punto ha unido Platón en su pensamiento el filosofar y el eros. y por lo que respecta a la unidad de filosofía y creación poética, existe una notable y poco conocida frase de Santo Tomás de Aquino, en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles: el filósofo tiene de afín con el poeta el que los dos tienen que habérselas con lo maravilloso (mirandum), lo digno de admiración, lo que provoca admiración . Estas palabras, cuya profundidad no es fácil sondear, tienen tanto más peso cuanto que ambos pensadores, Aristóteles y Santo Tomás, son cabezas de extraordinaria sobriedad, totalmente opuestas a cualquier confusión romántica de dominios. Así, pues, por razón de la común orientación a lo admirable (mirandum) (¡y lo maravilloso no se presenta en el mundo del trabajo!), en razón de esa común fuerza de trascender se asemeja y aproxima el acto filosófico al poético, acercándose a él y emparentándose con él más que con las ciencias exactas especializadas. Sobre ello habrá que hablar todavía.

La copertenencia es a tal punto válida que siempre que se niega esencialmente uno de los miembros de esta trama no florecen tampoco los restantes, de modo que en un mundo totalitario del trabajo todas esas formas de trascendencia del mismo tienen que agostarse (o digamos mejor: tendrían que agostarse, es decir, si fuera posible destruir por completo la naturaleza humana). Donde lo religioso no puede crecer, donde no hay lugar para la creación y contemplación artísticas, donde la conmoción por el eros y la muerte pierde su profundidad y se banaliza, ahí tampoco florecen el filosofar y la filosofía.