lunes, 1 de noviembre de 2010

11º Comentario de Filosofía: El cientifismo.



El Gran Diseño llega a España el 15 de Noviembre publicado por Crítica y jaleado por un intenso debate mediático. Los gurús de la editorial Bantam Dell tuvieron el acierto de publicitar la obra, distribuida en inglés a principios de septiembre, no por lo que tiene de ciencia (está escrito en colaboración con otro físico, el norteamericano Leonard Mlodinow), sino por lo que tiene de filosofía. Y la estrategia funcionó.

“Dios no creó el universo” machacó la CNN resumiendo la tesis de Sthephen Hawking. Y ya fue imposible no seguir la punta de ese capote. Casi nadie había leído el libro, casi nadie era capaz de interpretarlo……, pero ya teníamos de nuevo el mundo dividido, de conveniente manera, en sabios (ateos, agnósticos, o escépticos) y creyentes (pobres diablos), éstos últimos buscando perdón para sus convicciones religiosas alegando que sin ellas nada tiene explicación. Argumento perdedor, cuando precisamente el debate se centra en si tal explicación puede existir.
Y sin embargo, son los cientifistas los equivocados. “Sencillamente sus filosofías no han estado a la altura de su ciencia”, explica Natalia López Moratalla, catedrática de Bioquímica y Biología Molecular, para quien el científico puede hablar de “la verdad final de lo que conoce por la ciencia positiva”, pero “a condición de que acepte que hay otra forma de conocer rigurosa y segura cuyo cultivo le exige, al menos, el mismo rigor que le exige la investigación científica”

Porque el error de los cientifistas no está en lo que saben sobre su disciplina, sino en creer que, cuando salen de ella, su autoridad permanece. Sus respuestas (entre otras, a la cuestión de Dios) “dependen en gran medida, no tanto de los datos conocidos por las ciencias, sino de la filosofía que sirve de matriz intelectual para la interpretación de esos datos”, afirma Moratalla.

No entremos, pues, al trapo: no siempre que se habla de Dios es la fe lo que está en juego. Nos hemos olvidado de que la teología natural o teodicea es una parte de la metafísica, y de que existe un conocimiento puramente racional de Dios que no precisa de la Revelación ni para concluir su existencia ni para descubrirle como Creador.
Es tan sencillo como explicarle a los Stephen Hawking o a los Richard Dawkins de turno que, cuando hablan de Dios, su adversario no son piadosos pero irracionales sentimientos religiosos, sino las poderosas y aristotélicas “cinco vías” de Santo Tomás de Aquino, cuya Summa Theológica tiene tanto de “lógica” como de “teo”. “Los cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19,1), anuncia el salmista. Pero no hace sino colorear con poesía lo que la inteligencia, severa y fría, deduce del estudio del ser en cuanto tal.
O, como lo expresa Juan Luis Lorda, “llegar a la idea de un Dios creador está más allá de los datos científicos. Es una deducción posible al contemplar el conjunto de la realidad. Para nosotros, los cristianos, esa deducción viene reforzada por nuestra fe”.
Reforzada y punto.


Y Lorda, quien a su condición de sacerdote y profesor de Teología une la de ingeniero, señala algo más: “Nunca hemos tenido una idea tan unitaria de la realidad. Las gentes de otras épocas vivían en un mundo lleno de misterios distintos. Había muchas explicaciones parciales y muchos misterios desconocidos. Hoy, no lo sabemos todo, desde luego, pero sabemos que todo está relacionado: todas las estructuras de la materia y todos los organismos vivos. Todo se ha hecho a partir de un punto original y todo está hecho de lo mismo”, con un orden interno que apela a la inteligencia.
En esto último incidió Benedicto XVI en su encuentro de Abril de 2006 con los jóvenes de Roma y del lacio, al recordar la naturaleza matemática (es decir, racional) de la realidad: “Me parece casi increíble que coincidan una invención del intelecto humano y la estructura del universo: la matemática inventada por nosotros nos da realmente acceso a la naturaleza del universo y nos permite utilizarlo. Por tanto, coinciden la estructura intelectual del sujeto humano y la estructura objetiva de la realidad: la razón subjetiva y la razón objetivada en la Naturaleza son idénticas”.
Podrá discutirse si el instrumento matemático lo abstraemos de la Naturaleza o si es una creación nuestra que, sorprendentemente, sirve después para encajar en él los datos experimentales……………..

O como apuntaba Paul Dirac (1902/1984) Premio Nobel de Física en 1933, “hay que emplear todos los recursos de las matemáticas puras para generalizar y perfeccionar el formalismo matemático que forma la base actual de la física teórica, y después de cada éxito en esta dirección, intentar interpretar la nueva matemática en términos de entidades físicas”. La interrelación es casi absoluta. Todo un misterio.

Pero ¿tiene todo esto algún significado, aparte del profundo valor indiciario que señala el Papa?

-Es el momento de acudir a la biografía de Pirre Duhen (1861/ 1916) físico célebre y notable en su tiempo, ferviente católico y plumista correoso contra el positivismo y el laicismo. Además, sus diez tomos de investigaciones y hallazgos documentales reivindicaron los avances científicos en la Edad Media, contribuyendo a derruir el mito de su oscurantismo. Para sofoco de Dan Brawn, desveló las fuentes medievales en las que bebió Leonardo da Vinci.

Duhen fue capaz de defender una primera tesis doctoral sobre termodinámica ante tres genios (Gabriel Lippmann, Charles Hermite, Émile Picard) verla rechazada por espurios celos académicos y, como el “hombre” del poema de Kipling levantarse para defender con éxito una segunda tesis doctoral sobre magnetismo ante tres nombres no menos apabullantes (Edmond Bouty, Gaston Darboux, Henri Poincaré), iniciando una carrera brillante no sólo como científico, sino como filósofo de la ciencia.
“Siempre que se cite un principio de física teórica para apoyar una doctrina metafísica o un dogma religioso, se estará cometiendo un error”, sentencia Duhen en un texto capital, “La teoría física”.

Es el error que comete Hawking. Pero también, aunque con inmejorable intención, el de quienes buscan en la ciencia un apoyo que la filosofía o la fe no necesitan, salvo como auxiliares de sus motivos de credibilidad. López Moratalla lo llama: “introducir el misterio por la puerta de atrás” ¿Un caso? El de quienes presentan “la incapacidad, más o menos aparente, de la ciencia positiva de explicar de dónde proviene el sentido del yo de los humanos como una prueba científica de la existencia del alma inmortal.

¿Por qué? Porque como sostiene Duhen, “las doctrinas metafísicas y religiosas son juicios que se refieren a la realidad objetiva, mientras que los principios de la teoría física son proposiciones relativas a ciertos signos matemáticos que carecen de existencia objetiva”. La teoría física “es una forma matemática que sirve para resumir y clasificar las leyes constatadas por la experiencia. Ese principio no es ni verdadero ni falso por sí mismo, sino que simplemente da una imagen más o menos satisfactoria de las leyes que pretenden representar”.

No hay que tener complejos, pues, cuando los científicos se meten a filósofos, pero tampoco convertir la ciencia en oráculo de lo sagrado. Como resumió Duhen “la iglesia católica ha contribuido mucho, en muchas circunstancias, y sigue contribuyendo todavía con gran fuerza a mantener la razón humana en el buen camino, incluso cuando esta razón se esfuerza en el descubrimiento de verdades de orden natural”.

Libro del mes (noviembre 2010): Tauroética


Traemos, este mes, a nuestro blog el libro recientemente publicado por el filósofo Savater, Tauroética. En lugar de redactar sólo un fragmento del mismo libro, lo hacemos acompañado de una crítica de José Javier Esparza.




De toros, ministras y filósofos.


Sobre la polémica actual acerca de los toros, nadie ignora su verdadero fondo: es una ofensiva del separatismo catalán contra todo cuanto huela a español. En ese plano, el asunto tiene poco más recorrido. Ahora bien, la polémica subsiguiente ha abierto un campo de reflexión muy interesante, a saber: ¿tienen derechos los animales? ¿Cuáles y por qué? ¿Y pueden los derechos de los animales equipararse a los derechos de los humanos?
En esa estela, Fernando Savater acaba de publicar un librito muy interesante: “Tauroética”, que aporta enfoques sugestivos.
Es interesante repasar los argumentos de los antitaurinos en las jornadas prohibicionistas del parlamento catalán. Jorge Wagensberg, por ejemplo, es un sabio al que los lectores habituales de los “metatemas” de Tusquets debemos muy buenos ratos, pero su discurso ante el Parlament fue de una simpleza y un ternurismo más propio de modistillas. Otro tanto puede decirse de Jesús Mosterín, filósofo de la ciencia que en este trance prefirió razonar como un contertulio de “Sálvame”. Ambos piensan que hay que extender a los animales los derechos que adornan a los humanos. Mosterín, concretamente, es un destacado promotor del Proyecto Gran Simio. Curiosamente, ambos son partidarios del aborto libre; es decir, que niegan a los humanos el derecho que otorgan a los animales. En esto es particularmente primario el amigo Mosterín: “Los derechos no existen, se crean” afirma el sabio. Y, naturalmente, los crea él.
Lo que hay en el fondo es un viejísimo problema: cómo pensar nuestra relación con la materia. Desde Descartes , la relación la pensamos con dos términos “res cogitans”, que son las cosas del intelecto, y “res extensa”, que son las cosas de la materia. Las cosas del intelecto son superiores a las de la materia y, por tanto, deben dominarlas. Esas cosas del intelecto tienen, por supuesto, un aliento divino. Descartes era un católico irreprochable y su sistema es una aplicación estricta de la literatura bíblica, que prescribe a los hombres la misión de dominar la Tierra. El problema es que basta con quitar a Dios de ese paisaje para que el resultado sea un materialismo desbocado. Por eso Marx decía que Descartes fue el primer materialista.
Después, al compás de la industrialización y la consiguiente crisis ecológica, se hizo urgente replantear el problema: necesitamos una nueva forma de pensar nuestra relación con la naturaleza y ahí surgieron perspectivas generalmente bienintencionadas, pero que en realidad seguían atadas al viejo materialismo, porque lo que hacen es extender a la naturaleza los prejuicios humanos.





Incapaces de ver la materia como algo autónomo, de puro dominada que está, los hombres empezamos a verla como prolongación de nuestra propia humanidad. Y, por eso, en vez de seguir dándole martillazos, nos permitimos darle derechos. Eso no deja de ser una ilusión porque, a fin de cuentas, la materia no cambia de cualidad- y nosotros tampoco.
La argumentación animalista es, en rigor, puro antropocentrismo; es decir, una visión de la realidad deformada por el hombre que proyecta su ego sobre todo cuanto existe. Así, terminamos atribuyendo a la naturaleza, por ejemplo al toro, cualidades humanas. Es la actitud propia de un hombre que ya no tiene que luchar contra la naturaleza. Desde que el hombre se hizo hombre, ha tenido que enfrentarse a la naturaleza para sobrevivir: matar animales para comer y vestirse, dominar el fuego para vencer al frío, talar árboles para construir refugios, horadar montañas, cambiar el curso de los ríos.

Lo más hermoso de esta guerra sin cuartel es que, en su transcurso, nació una forma propiamente religiosa de entender la naturaleza, y esto no es solo cosa de los tiempos paganos: los más veteranos hemos alcanzado a ver nuestros campesinos trazando una cruz en un árbol antes de talarlo o llevando el ganado a la iglesia el día de San Antón. Naturalmente, eso no impedía coger el cochino el día de San Martín y degollarlo vivo ante la mirada de todo el pueblo. Aún hay un par de generaciones que guardan- guardamos- en nuestros oídos el horrísino chillido del cerdo cuando el matarife le corta el cuello. La relación del hombre con la naturaleza está-estaba- hecha de esa mezcla de amor y guerra. Pero, como dice Savater, para el hombre actual- el occidente moderno y urbano- nada de todo esto tiene ya sentido. Ese hombre ha nacido con calefacción y aire acondicionado. Tampoco tiene que matar animales para comer: los encuentra ya despiezados en el “súper” donde los recolecta como Adán y Eva debían de recoger los frutos del Paraíso. La naturaleza ya no es algo contra lo que debemos luchar: la damos por vencida. Cuando un río se desborda no pensamos en la naturaleza como rival, sino que echamos la culpa al que diseñó la presa. En un animal no vemos a un competidor de nicho ecológico, sino a un ser cuyo destino natural es el ámbito doméstico o el zoológico. El proteccionismo es el lujo moral que se permite el vencedor. Pero, ojo, todo esto no es más que una ilusión del espíritu: la cualidad del hombre no ha cambiado, y tampoco la de la naturaleza. Y ahí es donde mete la “cuchara” Savater en Tauroética. Savater se hace la pregunta fundamental ¿Son los animales tan humanos como los humanos animales?
-La respuesta es no. El animalismo pretende atribuir a los animales derechos que no pueden tener.
¿Por qué no pueden?
-Por la conciencia: el titular de un derecho debe ser consciente de ello, pero los animales no pueden ser conscientes. Esto tiene su importancia cuando pensamos en el equilibrio entre derechos y deberes. Al animal no podemos exigirle otro deber que el del instinto.

Tengo que reconocer que he experimentado hacia Savater sentimientos más bien ásperos, pero lo cabal es reconocer la razón allá donde se despliega y, en ese sentido, estas páginas de Tauroética son impecables.







Dice Savater:
“La diferencia de los humanos con los animales es la forma en que vivimos. Nosotros renunciamos a nuestra animalidad en nuestra conducta; ellos no, y por eso nosotros podemos tener derechos y ellos no”.

¿Por qué, entonces, hay tanta gente dispuesta a conceder derechos a los animales?
-Savater subraya el efecto perverso de la domesticación: los animales “han pasado de ser bestias a pobres animalitos, el hombre ya es vencedor de antemano ante ellos, por eso no se comprende la batalla del hombre contra el toro.

¿Es esto un progreso?
-Savater cree que no, al revés: atribuir ese nuevo estatuto a los animales es tanto como degradar nuestra condición humana. En cuanto a los toros, dice algo sugestivo “lo que pasa en la plaza no es bárbaro; lo bárbaro es confundir la sangre del toro con la sangre del hombre.


Conclusión: está muy bien proteger a la naturaleza, toros incluidos, pero no perdamos de vista que hacemos eso porque somos humanos. Conceder a los animales el estatuto de los humanos es tanto como permitir a los humanos que se comporten como animales.