domingo, 5 de febrero de 2012

15º Comentario de Filosofía.

LA CONCIENCIA MORAL, ¿Limitación o esencial apertura?


Al hablar de conciencia, podemos referimos a dos acepciones distintas de la misma palabra: a la conciencia como reconocimiento o perca­tación de algo, ya sea interior o exterior a nosotros -algo de lo que nos damos cuenta, de lo que llega­mos a tener conocimiento, o que sencillamente sen­timos o intuimos en profundidad, y que tiene lugar en nosotros mismos o a nuestro alrededor-, o a la con­ciencia como conciencia moral, esa instancia de nues­tros adentros, que parece que nos vigila y controla como si hiciera prender en nosotros una fuerza que, muchas veces, más que examinarnos, creemos que nos lastima.


Es a este último sentido al que queremos remitir­nos, al plantear la pregunta de si es la conciencia mo­ral algo que limita a la persona -una de las múltiples ba­rreras que le impiden vivir libre-, o si se trata, por el contrario, de una suerte de dimensión personal, que lo que hace es poner los fundamentos de nuestra perso­na y abrimos a dimensiones nuevas, que poco a poco, si ahondamos en ellas, nos harán descubrir valores de proporciones inmensas. Y se tratará también de mos­trar que estas dos acepciones de la conciencia sólo en apariencia son distantes, puesto que la conciencia en­tendida como conocimiento o reconocimiento no deja de comprometer a nuestro ser entero con aquello de lo que somos sabedores, debido a la propia estructura moral que nos configura como seres humanos.

Conciencia no es una palabra antigua en nuestra Tradición, aunque sí lo es su contenido. Los estudio­sos dicen que no tenían una palabra equivalente los hombres del Antiguo Testamento, pero que en abso­luto desconocían la noción de una identidad que cons­tituye al hombre, entendida como el lugar recóndito de sus adentros donde la Palabra de Dios resuena con eco hondo y vivificante; es la idea de corazón aco­gida como interioridad, como aquello que configura lo más nuclear del hombre, que está tan hermosamen­te patente en muchos relatos de los grandes prota­gonistas de la Historia de Israel.


Las viejas filosofías morales de Grecia -estoica y epicúrea- dan cuenta de una suerte de synéidesis, de cuya idea se habían hecho especial eco mucho an­tes ciertos pitagóricos que veían en el examen de conciencia un análisis del propio proceder, sobre todo cuando se avergonzaban de él en su fuero interno, mucho más que ante las apreciaciones de los demás. La hallamos también en antiguas tragedias como An­tígona, de Sófocles, donde la protagonista apela a la obediencia al dictado de los dioses, antes que a las le­yes puestas por hombres, cuando se trata de dar se­pultura al cadáver de su hermano.

Mucho después, San Pablo llamará synéidesis al equivalente del bíblico corazón, y se gestará así la pa­labra y la noción que habrán de evolucionar hasta dar con el término que contenga ya esta idea de con­ciencia, entendida como conciencia moral. Así, en el cristianismo, ya través de la doctrina de san Pablo, es donde por vez primera irán de la mano la idea y la pa­labra, recogiendo esa apelación al centro de la perso­na y aludiendo también directamente a la propia con­ciencia moral, como sucede cuando Pablo insta a los hermanos a seguir los dictados de la propia concien­cia, y a respetar la ajena, al tratar de la comida desti­nada a los sacrificios ofrecidos a los ídolos, en el ca­pítulo octavo de la primera Carta a los corintios.

Esta noción de conciencia moral irá configurándo­se a lo largo de la edad media, en torno a la idea de callada pero firme manifestación de la voz de Dios en el hondón del hombre, y también como el verdadero centro unificador de la persona; y culminará en el si­glo XVI con las reivindicaciones de Lutero en torno al primado de la conciencia individual sobre cualquier otra autoridad humana. Pero pronto llegarían Descar­tes y su cogito, y se iría reforzando aquel sentir indi­vidual transmitido por Lutero, de manera que la Filo­sofía fue caminando derecho hacia la noción kantiana de autonomía, mas ya no en el terreno de la relación fundante del hombre con Dios, sino en el campo más exterior de una ética cada vez más desvinculada de ese hilo directo que une al hombre con su Creador, tan evidente todavía en Lutero. José Luis Aranguren muestra esta trayectoria en su Ética de 1958: cómo a partir del Renacimiento se desvinculan cada vez más la noción de ley natural -en la que bebe la conciencia moral, gracias a tener su fuente en la ley eterna (así venían planteándolo santo Tomás y los escolásticosl­y la consideración de la ley eterna o divina como su principio originario). Y es en Kant donde, con la pues­ta del acento en la autonomía, habrá de empezar el desgarro, por más que la conciencia moral siga te­niendo un gran peso como una suerte de inteligencia para lo moral, igual que tiene el hombre inteligencia para las matemáticas, para el lenguaje o para la esté­tica; y también como un «tribunal interno al hombre» y ante el cual «sus pensamientos se acusan y se dis­culpan entre sí.
La conciencia moral se va desligando así de su fuente divina, y sufre tal disgregación, que en adelan­te se llegará incluso a poner en duda su existencia como instancia interior del ser humano, que de uno u otro modo ha estado presente en las grandes tradi­ciones culturales y espirituales de la humanidad. Tal tendencia culminaría en el siglo xx. que fue nefasto para la conciencia moral. De manera que sólo porque se han dado estos desgarros podemos hoy llegar a preguntamos si la conciencia moral puede verdadera­mente ser una cárcel para el hombre, o se trata, por el contrario, de una de sus más posibles y ciertas aperturas, que lejos de constreñirlo, lo lanza hacia los demás y hacia el mundo, precisamente porque es el suelo firme desde el que actúa con libertad verdade­ra.
Aunque muy someramente, no podemos dejar de enunciar algunas corrientes culturales y de pensa­miento que azotan y han buscado destrozar la noción de conciencia moral, y de las que somos herederos hoy, mal que nos pese, dramáticamente además, has­ta el punto de tener que reconocer la lucidez y la cla­rividencia de un pequeño libro de mediados del siglo pasado, donde se anuncia nada menos que «la aboli­ción del hombres". Su autor, C. S. Lewis, reconoce con espanto que, si las cosas no se remedian, esta­mos asistiendo a la negación de lo que él denomina Tao, que viene a ser un compendio de ley natural, mo­ral tradicional, principios básicos de la razón práctica y fundamentos últimos: la tradición, en definitiva, por la que las personas somos lo que somos. Estas corrien­tes que han llegado a negar la conciencia moral vienen a resumirse en algunas teorías que giran en tor­no al psicoanálisis, el conductismo, o los estructura­lismos, herederos estos últimos de planteamientos que extraen las consecuencias de la nietzscheana muerte de Dios, y que desembocan, como no podía ser de otra manera, en esta suerte de muerte del hombre intuida por Lewis. Pero también hay que re­ferirse a los presentes proyectos de carácter socio­biológico, generadores de un «darwinisrno social» deshumanizador, como si el hombre fuera una má­quina programada por su propia biología, por el mero encadenamiento de sus genes ... El drama de la hu­manidad de hoy es que se vienen gestando unos mo­delos antropológicos que se caracterizan por sustraer la libertad al ser humano, al considerar a éste como resultado de ciertos programas, ya sean de índole so­cial, genético, o incluso de orden maquinista o ciber­nética. Como si empezaran a tener cabida real ciertas novelas de ciencia ficción que todos recordamos.
En lo que tales tendencias de pensamiento des­embocan es en la negación del hombre como sujeto personal que habla en primera persona y es capaz de entusiasmarse con su propia vida -que reconoce como don-. de entregarse a sus semejantes sin me­dida, o de rebelarse frente a aquello que sabe y sien­te que le oprime u oprime a los demás. Y negando el sujeto personal, lo que rehúsan, con una fuerza des­tructiva como pocas, es la propia libertad, y por ende, la esencia misma del hombre. Por eso, la primera consecuencia que se puede extraer del estado en que se halla hoy la conciencia moral para muchas co­rrientes de pensamiento, es la de que acabar con la conciencia equivale de hecho a acabar con la libertad, y acarrea el resultado de una abolición real de la per­sona, que empieza por la negación de ese centro in­terior donde el ser humano recibe el eco de su propia tradición y la voz callada de su Creador, esa fuerza que hizo que Antígona -como tantas personas cuya li­bertad ha brillado precisamente en su rebeldía- no se sometiera a las leyes de su rey, porque antes estaban las que llevaba grabadas en sus propios adentros.
Libertad y conciencia no pueden sino ir de la mano, al participar de una misma raíz ontológica, como hace ver el teólogo personalista belga Jan Hen­drik Walgrave, cuando escribe que «Libertad, con­ciencia moral y razón no son distintas en su raíz on­tológica, y cada una de ellas implica, así, a las otras dos". Es decir, que no se pueden separar, ancladas como están en la misma fuente fundadora. En la persona conviven estrechamente ligados el orden onto­lógico y el orden moral, lo que viene a recordarnos que en el ser humano hay un fundamento moral, una estructura moral, a la que Aranguren, siguiendo a Zu­biri, denominará «moral como estructura»: el hombre es, así, forzosamente, moral. Y es moral porque es li­bre. La libertad es el fundamento de esta moralidad, y a la inversa, si se desmorona el fundamento, se desmorona la libertad. Pero si la libertad radica en la moralidad, y ésta en aquella, ¿cómo deshacemos ese nudo para asomarnos a su verdadero núcleo? Aran­guren destaca aquí el concepto zubiriano de religa­ción: merced a la inteligencia, el hombre está volcado en lo real, hay un vínculo esencial entre el ser huma­no y esa realidad de la vida en la que está inmerso; o dicho con otras palabras, en el ser humano se da una radical «versión a la realidad». Una realidad bondado­sa, dirá Zubiri, porque es el Bien el que la configura. Este es el verdadero fundamento moral del hombre. y porque el hombre se sabe ser real en medio de la realidad, es capaz de optar entre las posibilidades que la realidad de su vida le ofrece; y en esa realidad de su propia vida es donde halla su verdadero porqué, es decir, su propia vocación. La idea de vocación es clave. La propia moralidad posibilita mi vocación y me abre a ella. El mismo Ortega, de quien son discípulos Zubiri y Aranguren, apunta hacia lo mismo, aun desde su agnosticismo, cuando percibe la importancia de rescatar el término «vocación», que estaba quedán­dose obsoleto y reducido al mundo religioso, y hace consideraciones de este tenor sobre la moral: «la mo­ral no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y vital eficacia.
Esta libertad que radica en la moralidad del hombre no es una libertad sin objeto, como sería la que pro­ponían Sartre y algunos existencialistas. Precisamen­te la versión hacia lo real, su fundamental anclaje en la religación, es lo que le dará un rostro concreto que habrá de expresarse en la vocación particular de cada persona. Por eso, la misma conciencia moral operan­do en el centro más íntimo del hombre, lejos de limi­tarle y de estrechar sus posibilidades, lo que hace es abrirle a la realidad y permitirle además ser él mismo, alguien único e irreemplazable, con una misión con­creta en la vida -misión que nadie puede realizar en su lugar-; y le otorga una fuerza que es, por exce­lencia, fuerza moral. Al mismo tiempo, por esta mo­ralidad intrínseca, cualquier conciencia (en sentido psicológico) sobre algo o sobre alguien queda impli­cada en la misma estructura moral del hombre, de manera que las dos acepciones de conciencia que nombrábamos al principio -conciencia psicológica y conciencia moral- quedan estrechamente ligadas.
La presencia de la conciencia moral en el interior de la persona equivale al reconocimiento del propio yo, que aquí no es el odioso yo/ego (moi haissable) que, con razón, tanto detestaba Pascal, sino el yo kierkegaardiano, al que se le reconoce su valor y su singular presencia, tanto ante los demás como ante Dios. La conciencia moral reside en ese centro íntimo de la persona y equivale al reconocimiento de mi yo. «No empiezo a ser una persona -dirá Emmanuel Mounier- sino desde el día en que se revela a mis ojos la presión interior, y después el rostro de un prin­cipio de unidad, en el que comienzo a poseerme y a actuar como un yo» Y a este yo, verdadero núcleo de la persona, es al que más llegan a temer los pode­rosos, porque quien se percata de su presencia es sa­bedor de que hay en él un fondo blindado al que -gracias a la religación con lo real- sólo tienen acceso la Presencia de una realidad forjadora de las de­más realidades, y el eco de una Tradición que se re­monta a los inicios, y que por eso constituye los ci­mientos de la propia personalidad. Ciertamente, los detentadores de cualquier poder han tenido siempre pánico ante la conciencia moral, pues referirse a ella equivale a referirse a un yo, y el poder a nada teme más que a eso. Hace unos meses recordaba esta cuestión don Elías Yanes, arzobispo emérito de Zaragoza, en un artículo publicado en He­raldo de Aragórf. Don Elías hace referencia a un libro titulado Hitler me dijo, que se publicó en España en 1946, pero cuyo original se había editado en Nueva York en 1940. El autor de dicho libro, Hermann Raus­chning, fue jefe nacional-socialista del gobierno de Dánzig (actual Gdansk). y relata las conversaciones que tuvo con Hitler antes de emigrar a los Estados Unidos. En uno de esos encuentros, Hitler le dijo que no reconocía ninguna ley moral en política. Y en otra ocasión destaca las siguientes palabras del dictador alemán: «La Providencia me ha designado para ser el gran liberador de la humanidad. Libertaré al hombre ... Lo libertaré de una vil quimera que llaman conciencia o moral». Las palabras de Hitler son bastante repre­sentativas de lo que estamos tratando en esta pe­queña reflexión: a nada teme más el poder que a una persona libre, es decir, a un yo, a una conciencia. Y por otra parte, la misma experiencia histórica de la hu­manidad nos muestra que la única garantía de libertad y el último reducto de la misma que tenemos las per­sonas es la fidelidad a nuestra propia conciencia mo­ral. Viene aquí a cuento el ejemplo del hombre a quien un poderoso mete en prisión: el tirano puede casti­garle a pasar el resto de sus días entre rejas, y decir­le: «ahí te quedas, muérete de asco en esa mazmo­rra»; pues bien, el hombre en cuestión podrá pasar ahí el resto de sus días, mas lo de morirse de asco o no nunca se lo podrá imponer el poderoso, porque sólo puede ser decisión última del pobre prisionero.
La libertad moral en el interior del hombre, en ese fondo donde reside también la conciencia; y están tan estrechamente ligadas, que puede decirse que el yo constituye su principio de unidad. En el citado artícu­lo, don Elías Yanes recuerda que, en 1984, el enton­ces cardenal Ratzinger comentaba estas mismas de­claraciones de Hitler a Rauschning, subrayando el he­cho de que para el dictador la conciencia era una quimera de la que el hombre había de ser liberado; lo explicaba con estas palabras: «La destrucción de la conciencia es condición necesaria de un dominio to­talitario. Frente a este dominio totalitario, la concien­cia moral es el único camino de verdadera liberación. Donde la conciencia vive, la tiranía encuentra una ba­rrera. Se establece un dique de contención a la domi­nación del hombre sobre el hombre».
Parece mentira que todavía hoy, tras lo que fueron los terribles totalitarismos del siglo pasado, se sigan poniendo en cuestión realidades como la conciencia moral, que están en la base misma del verdadero hu­manismo. Y no es extraño toparse con personas y co­rrientes de pensamiento que siguen sin considerar las perversas raíces de los planteamientos de aquella barbarie, como si no hubiésemos aprendido gran cosa de este pasado dramático de Europa. La «dicta­dura del relativisrno» -como la ha llamado Benedic­to XVI- sigue dominando nuestra cultura, e impera muy especialmente en los campos de la antropología y de la moral. ¿Acaso no vemos que en ello precisa­mente quedan justificadas tantas formas de abusos de poder, que acaban repercutiendo, además, como suele suceder siempre, entre los más desfavoreci­dos?
Nuestra pregunta sobre si la conciencia moral es ciertamente uno de los límites del hombre queda res­pondida con esta relación sustancial entre conciencia y libertad; y se convierte en una reflexión profunda, pero también en una llamada urgente a replantear y a vivir los verdaderos fundamentos de la persona, ha­ciéndonos entender que la persona, en la medida en que es libertad, se convierte asimismo en un deber, en un profundo deber moral hacia ella misma y hacia los otros.


Carmen Herrando. Instituto E. Mounier.