Para estar atentos a la realidad hay que utilizar los ojos: "Me duelen los ojos", dice Neo. "Es normal -contesta Morfeo-. Es que nunca los habías usado". Debemos aprender a usar la vista para mirar bien despiertos. "No sueñes tu vida; vive tu sueño", se lee en la pared de mi hija adolescente.
Es sabio apoyarse en los que nos han antecedido para adquirir criterio propio. Muchas veces la apariencia de independencia respecto de las ideas de los demás puede parecer un síntoma de personalidad propia fuerte. Pero puede esconder también una profunda ignorancia revestida de un orgulloso caparazón. El criterio es la capacidad de discernir lo verdadero de lo falso, distinguir lo que vale la pena de lo que no, las cosas que son valiosas y merecen que les dediquemos esfuerzo, sacrificio y tiempo. Sin criterio somos como veletas al viento que más sople. Decía el viejo Confucio: "Aprender sin pensar es inútil. Pensar sin aprender, peligroso". El que el criterio deba ser propio no significa que no tengamos que aprenderlo para interiorizarlo.
La lectura de libros clásicos, el buen cine, conversaciones con gente sabia, buenos artículos periodísticos son algunas de las fuentes a las que acudir para buscar criterio. Eso y nuestra actitud honrada y valiente evitarán que nos suceda como a los ciegos de aquella fábula de León Tolstoy:
"Un rey de la India ordenó reunir a todos los ciegos de su país. Una vez juntos, mandó mostrarles sus elefantes. Un ciego palpó una pata; otro, la cola; un tercero, el comienzo de la cola; un cuarto, el vientre; un quinto, el lomo; un sexto, las orejas; un séptimo los colmillos y un octavo, la trompa. Luego dispuso el rey que los ciegos vinieran a su presencia y les preguntó: «a qué se parecen mis elefantes?».
El primer ciego respondió: -tus elefantes se asemejan a las columnas. Era el que había palpado la pata. El segundo dijo: -son semejantes a una escoba. Era el que había tocado la cola. El tercero dijo: -se parecen a una rama. Es el que había examinado con sus manos el comienzo de la cola. El que había palpado el vientre dijo: -tus elefantes se parecen a un montón de tierra. El que había estado tocando el costado aseguró: -son semejantes a un muro. El que había palpado el lomo declaró: -se asemejan a una montaña. El que había tocado los colmillos dijo: -son semejantes a los cuernos. El que había palpado la trompa dijo: -se parecen a una gruesa cuerda. Y todos los ciegos comenzaron a discutir entre sí.
¿Qué es la verdad?
He aquí una pregunta que es más fácil de responder de lo que parece. En determinado contexto, lanzarse a contestar podría dar a entender que nos creemos en posesión de la verdad, como si fuésemos un profeta que viene de escuchar un oráculo. Lo más común entonces es evitarlo rápidamente, diciendo que no existe una verdad que sólo algunos conozcan; que nadie puede estar en posesión de la misma y que debemos limitarnos a verdades más parciales: a creer en lo que digan los científicos o los telediarios.
Pero no es tan complicado. La verdad es conocer la realidad, lo que las cosas son. Esto la hace más asequible, más democrática, lo que permite la comunicación entre los hombres. Los clásicos definen la verdad como la adecuación entre la inteligencia y las cosas: si entiendo que lo que tengo delante es una mesa y verdaderamente la tengo, poseo la verdad. Así de simple. Pregunten a cualquiera.
Claro que la cosa puede hacerse más complicada cuando no se trata ya de mesas o cosas por el estilo. No siempre el conocimiento de la verdad supone que estemos delante de' ella como lo estamos de la mesa. Si oímos que el Real Madrid ha ganado este domingo su partido de liga, lo normal es que creamos que es verdad. Si escuchamos que un coche que queremos comprar tiene 150 CV de potencia, lo admitimos también como verdadero. Y ni hemos visto el partido, ni uno solo de esos caballos.
También damos por verdadero lo que nos han contado nuestros padres acerca de nuestras familias y de cuando éramos tan pequeños que no podemos recordar, o lo aprendido en nuestros estudios.
La verdad se adquiere, se conoce por experiencia propia o por la confianza en los demás. Poseer la verdad requiere por lo tanto paciencia y tiempo. Pero, ¿cómo se posee la verdad? Ciertamente, no la podemos almacenar ni meter en un bolsillo. Y sin embargo, de algún modo distinguimos perfectamente cuándo sabemos algo de cuándo no. ¿Dónde metemos lo que sabemos? Habrá que admitir que se trata de una posesión inmaterial o espiritual pero realísima de lo que conocemos. Al ser inmaterial es también inmediata. No hay algo así como un "proceso de conocimiento", como una actividad en la que poco a poco se vaya poseyendo lo conocido'', como sucede en cambio en la nutrición con los alimentos. Cuando conozco, lo hago inmediatamente. Cuando veo, ya he visto.
a. Sentir y entender
Conocemos el mundo a través de los sentidos: con la vista vemos los colores, con el oído oímos los sonidos, con el tacto tocamos las superficies, con el olfato olemos los olores y con el gusto gustamos los sabores. Pero cuando ya hemos visto, oído, tocado, olido o gustado, muchas veces nos preguntamos además: ¿esto qué es? Preguntamos por lo que no sentimos. Y algo en nosotros permite la respuesta: un coche. Eso azul, que suena como un rugido, tan lisito, que huele a gasolina y a motor caliente y que mejor no gustamos, es un coche. Pero no existe el sentido de sentir los coches. Ha sido nuestra inteligencia quien se ha ocupado de responder. Con los sentidos, sentimos el mundo; con la inteligencia, sabemos y lo podemos entender.
Conocer la realidad: el conocimiento sensible.
Los sentidos nos proporcionan la experiencia básica de las cosas. No podemos conocer si no partimos de los sentidos. No hay nada que llegue a la inteligencia sin haber pasado, de algún modo, por la experiencia sensitiva.
En el conocimiento sensible podemos encontrar tres niveles: los sentidos externos, el sentido común y los sentidos internos.
Los sentidos externos son los tradicionales "cinco sentidos" que además ya hemos citado. Son como las ventanas abiertas al mundo. Dicen los científicos que una persona que no tuviese sentidos no sería viable porque estaría cerrada al mundo, que es nuestro lugar natural. Conocer sensiblemente es también poseer inmaterialmente. Cuando veo el color rojo, mis ojos no se vuelven rojos. Sentimos por contacto físico, pero no introducimos nada físico en nuestros sentidos.
Los sentidos internos actúan a partir de sentido común. Mucha gente los confunde con actividades intelectuales, cuando realmente son sentidos. Se trata de la percepción o sentido común, la imaginación, la estimación y la memoria.
El sentido común o percepción, es otro sentido pero que está enfocado a los sentidos externos, y no directamente al exterior. Es el reunificador de las sensaciones, el sentido que nos permite agrupar color, textura, olor, etc., y atribuirlas a un único objeto. Porque la vista sólo ve, y no es capaz de asociar el color que ve al sonido que oye su vecino el oído. Asociar es distinto que ver, que oír, que oler. Por eso es necesario un sentido común.
La imaginación es como el archivo de las percepciones. A partir de objetos percibidos puede recrearlos y reconocerlos. En ella está el mapa del mundo que nos rodea. A su vez, sirve de base a la inteligencia: ésta obtiene de las imágenes de la imaginación los conceptos que maneja el pensamiento. Una imagen de la imaginación puede ser más o menos sensible, y parecerse por eso más o menos a un concepto (el concepto es ya objeto de la inteligencia). Así, si mi imagen de mesa es lo más parecido posible al pupitre que tengo delante, es más sensible y menos universal. Quizá, si nunca he visto otra antes, puede que no me sirva para llamar mesa a una enorme mesa de comedor, porque me parecería muy distinta. Pero si mi imagen de mesa es simplemente [tablero + patas], entonces es más intelectual y serviría para cualquier mesa. Cuanto más simple, más pura y más universal. Sería casi un concepto. Imágenes muy puras son, por ejemplo, las de la geometría: círculo, rombo, cuadrado; figuras, volúmenes, ángulos.
La estimación por su parte, pone en relación una realidad exterior con la propia situación orgánica. Estima o valora lo conocido en función de las necesidades del ser vivo. Preferir algo a otra cosa, determinar si me conviene o no, valorar el provecho que puedo obtener. La estimación rige el comportamiento que voy a tener con el objeto valorado; adquiero experiencia y determino mi conducta. Si pruebo un plato que no me gusta, mediante la estimación evitaré en el futuro volver a pedirlo en un restaurante. Para los animales es su sentido más alto y, como el conocimiento sensible es el más alto para ellos, se puede decir que es la guía de su comportamiento. Por la estimativa, el conejo huye del lobo, el pájaro anida en la rama, o el perro mueve la cola al ver a su amo. Es la fuente de sus instintos.
Por último, la memoria conserva las valoraciones de la estimativa, las imágenes y los actos del sujeto. La memoria retiene la sucesión temporal del propio vivir y permite encontrar nuestro lugar en el tiempo. Como sentido que es, tiene una base orgánica localizable en el cerebro. Para los humanos posee una gran importancia porque nos permite enlazar con el pasado y conservarlo. Sin ella no sabríamos que hicimos ayer, ignoraríamos a qué familia pertenecemos, desconoceríamos qué prometimos o qué nos propusimos, olvidaríamos que nos viene bien o qué decidimos evitar, y no podríamos contar historias ni recuerdos.
Resumiendo: el conocimiento sensible es el que obtenemos a partir de los sentidos, externos o internos, y lo compartimos con los animales.
Con los sentidos externos captamos propiedades de los cuerpos, como la luz, el color, los sonidos, la temperatura, etc., que son el estímulo externo necesario para este conocimiento. Sin estímulo no hay sensación: sin luz, aunque queramos ver no vemos.
La percepción unifica las sensaciones de los sentidos externos. La imaginación objetiva lo unificado por la percepción, la memoria retiene lo conocido por los sentidos externos, clasificándolo temporalmente, y la estimación -que es la base de los instintos valora lo conocido en funciónףde las necesidades del ser vivo.
Los vivientes que conocen (los animales y el hombre) proyectan su comportamiento a partir de su conocimiento. Como hemos visto, en los animales, el conocimiento mבs alto y que engloba a los demבs es la estimativa, que se convierte de esta manera en la directora de su conducta. Todo lo que conoce se somete al criterio de conveniencia de acuerdo con lo mבs elevado de su vida: la supervivencia de su especie. Las cosas son solamente lo que son-para-él. y el conocimiento sensible es una herramienta más para salir adelante en la lucha por la vida: un conocimiento útil para satisfacer sus necesidades vitales. El animal no puede escapar a sus instintos porque no tiene nada superior (ni falta que les hace). Sus instintos cuidan de él. Por eso, satisfacerlos es su mejor manera de vivir.
El hombre, sin embargo, posee una instancia superior que es la inteligencia (y con ella, la libertad, la intimidad y la dignidad). Por eso, nuestros instintos tienen una directora distinta y por encima. Nuestros instintos no cuidarían de nosotros como lo pueden hacer nuestra inteligencia y voluntad libres. Toda nuestra arquitectura sensible está en función no ya de la supervivencia sino de los objetivos propios de esa voluntad y de esa inteligencia (que podemos ir anticipando que son la verdad y el amor). La estimativa y los instintos pueden valorar lo que nos conviene como animales. Pero nuestra condición animal no lo es todo. Es la inteligencia la que puede valorar lo que nos conviene como personas. Veamos cómo funciona.
Conocer la realidad: el conocimiento intelectual
Los hombres, con el conocimiento sensible, sabemos lo que las cosas son para nosotros. Con la inteligencia, conocemos lo que son en sí mismas.
Como hemos visto, tenemos distintos sentidos externos e internos. La inteligencia en cambio es única, pero realiza diferentes operaciones y se va perfeccionando. No conocemos las cosas de un modo total y acabado sino que podemos y debemos profundizar en ellas. Esto no ocurre con los sentidos. Por eso los animales no progresan, no poseen cultura ni la transmiten. Sólo, y en todo caso, evolucionan. No inventan cosa nuevas ni descubren otros modos de comportarse: no les hace falta porque su conocimiento está en función de sus necesidades biológicas, y éstas son siempre las mismas. No necesitan más de lo que ya tienen.
Las operaciones de la inteligencia son tres: la abstracción, el juicio y el razonamiento.
La abstracción. Nos detendremos algo más en ella porque conviene que la entendamos bien. En la abstracción, la inteligencia obtiene los conceptos a partir de las imágenes de la imaginación. El concepto es la idea que podemos abstraer de lo que conocemos. A diferencia del conocimiento sensible, la inteligencia no necesita de un estímulo sensorial para ponerse en marcha: no necesita contacto físico ni reacción química para funcionar. Necesita, eso sí, del conocimiento sensible.
Millán-Puelles lo explica así: entender el calor no calienta, mientras que sentirlo, sí. Y si lo que entiendo es el fuego, mi entendimiento no arde en llamas ni siente el menor calor. Lo cual no quiere decir que la inteligencia haya apagado el fuego (si fuese capaz de hacerlo enviaríamos al paro al cuerpo de bomberos).
¿Qué es entonces lo que traigo a mi inteligencia cuando conozco el fuego o una mesa o un coche? Es la idea; lo que en la historia de la Filosofía se ha llamado forma. Las cosas materiales están compuestas por materia y forma. Uno y otro no son partes de las cosas, sino principios que las constituyen. De otro modo no podríamos explicar por qué el pensar en el fuego no nos quema: algo tiene que haber en la cosa que pueda pasar a ser poseído por mi mente.
De la forma de las cosas extraigo la idea, que es lo que yo traigo de ellas a mi inteligencia. Parece un poco complicado, pero puede entenderse. La forma de un coche es lo que permite que a cualquier vehículo del estilo que encuentre le pueda llamar "coche", Es su género. Al decir coche damos por supuestas todas las características que debe tener para llamarse así: cuatro ruedas, que transporte personas, con su propio motor,... La idea es inmaterial, da universalidad a las cosas y permite que sean conocidas. La materia las individualiza. Las cosas son una y otra, materia y forma; las ideas, sólo forma.
Pues bien, cuando conocemos, captamos, poseemos o aprehendemos la forma de lo conocido. Por eso, conocer es poseer inmaterialmente (formalmente) las cosas. Y a esa operación la hemos llamado abstracción.
Con un ejemplo lo podemos ver más claro. Los animales no pueden abstraer porque no tienen inteligencia. Ayllón explica" un significativo experimento de Pavlov a este respecto:
Pavlov coloca a un simio en una gran balsa que flota en el centro de un lago. Entre el lugar en el que se sitúa al simio y aquel donde se le proporciona el alimento, hay un aparato que produce fuego. Pero también hay un depósito de agua y un cubo. Al mono se le enseña a sacar agua del depósito con el cubo, apagar el fuego y llegar a la comida. Por lo demás, el mono sabe refrescarse en el lago cuando hace calor. Pero un buen día se quita el agua del depósito. El simio, desconcertado, sigue metiendo el cubo en el depósito vacío sin pensar que puede Ilenarlo con el agua del lago. ¿Por qué? Ésta es la respuesta de Pavlov: porque «no tiene una idea general, abstracta del agua como tal; en el nivel en que se sitúan los antropoides no se produce aún la abstracción de las propiedades específicas de los objetos».
El animal siempre verá el agua en relación con sus necesidades y, en definitiva, con su supervivencia: donde me refresco, lo que bebo, con lo que apago el fuego. El hombre puede considerarla como realidad objetiva, en sí misma. Por tanto, no necesita del contexto de una necesidad -sed, calor- para asociarla a su satisfacción. Y podemos emplearla en lo que queramos, libremente: navegar, mover turbinas, regar, o hacer cubitos de hielo para el refresco.
Eso es abstraer: liberar a las ideas de las cosas y de nuestras circunstancias. Lo cual nos permite instrumentalizarlas al servicio de nuestra libre voluntad, con independencia de nuestros instintos. Sólo gracias a que podemos abstraer somos capaces de convertir un objeto en un instrumento. Nuestro primer instrumento fue la mano. Pero rápidamente pasó a la categoría de instrumento de instrumentos, en cuanto nos dimos cuenta de que con una rama podíamos golpear aún más fuerte. Nació así la técnica. Pero si lo que queríamos era cazar un mamut, ninguna rama, por gruesa que fuese, nos podía servir. A alguien se le ocurrió entonces afilar la punta y clavársela al pobre mamut. y todo gracias a que convertimos "rama" primero en "garrote" y después en "lanza", y seguramente más tarde en "flecha", ... ¿Fue la necesidad de comer pajaritos la que nos hizo llegar a la flecha? No: como observa L. Polo, la misma necesidad tienen los gatos y todavía no consta que hayan inventado las flechas. El hambre nos impulsa a comer, y puede que aguce el ingenio.
Pero inventar, sólo inventa el ingenio, la inteligencia del hombre, hambriento o después de comer. No es correcto explicar al hombre desde sus necesidades.
El juicio es una nueva operación de la inteligencia. Lógicamente ésta no se puede quedar en la simple abstracción de objetos. Así, en el juicio reúne dos o mas conceptos conectándolos entre sí: el coche es azul, el agua está fresca. Un animal percibe el agua igual de fresca que nosotros, y si va a beber la preferirá a otra más caliente. Pero sólo por que le conviene. No puede formular juicios porque no ha sido capaz de abstraer. Luego no puede atribuir un predicado -fresca- a un sujeto -agua-, porque no entiende el concepto de agua ni el de fresca. No entiende el agua, sólo se la bebe. Ni entiende fresca: sólo se refresca.
En tercer lugar tenemos el razonamiento o concatenación de varios juicios. Veíamos al hablar de la abstracción que ese tipo de conocimientos posibilita la conducta humana, y hablábamos de la instrumentalización como condición de posibilidad de la técnica. Una de las técnicas más definitorias de lo humano es el lenguaje. El lenguaje es la expresión de nuestro carácter humano. Se sirve de símbolos convencionales, inventados, que son las palabras. Una palabra, salvo que sea onomatopéyica, no tiene nada que ver con lo expresado. Pero lo expresa. La palabra es el nombre de la idea abstraída. Y su expresión se realiza en juicios y razonamientos. El lenguaje es la forma del pensamiento, e implica la inteligencia. Al hablar, al razonar, conocemos mejor la realidad: profundizamos en ella, buscamos los porqués. Descubrimos que la naturaleza no es un caos y que hay un orden. Que los seres vivos son seres orgánicos, compuestos, pero en los que cada parte cumple una función y que hay una unidad. Comprobamos que esa unidad no es obra de nuestro pensamiento. No se debe a que hayamos reunido sólo en nuestra mente lo que fuera de ella está disgregado. El equilibrio ecológico, por ejemplo, no es un invento humano, sino que está ahí y es gracias a nuestra inteligencia como nos damos cuenta. Y al darnos cuenta de su importancia y de su fragilidad, nos sentimos llamados a protegerlo y responsables de su cuidado. Un nuevo descubrimiento: la responsabilidad -para con la naturaleza o para con nuestros semejantes- es algo que nos surge porque tenemos inteligencia. ¿Lograríamos todo esto sólo con los sentidos?
¿Piensan las computadoras?
Hablemos ahora de la inteligencia artificial (IA). Numerosas películas -incluida Matrix, que ya nos ha servido de ejemplo, o la misma AI, de Spielberg, I Robot y algunas más- se han atrevido con el planteamiento de ordenadores capaces de superar intelectualmente a los hombres. ¿Piensan los ordenadores? Lo cierto es que no. Y que por tanto, sólo metafóricamente decimos que poseen inteligencia artificial. Procesar información no es pensar. El ordenador combina símbolos, reducidos a su mayor simplicidad de unos y ceros, pero siguiendo las instrucciones de los ingenieros que las crean. Pueden incluso mostrar cierta autonomía, pero siempre y sólo si obedece -de nuevo- a instrucciones que se le han dado. El hombre es capaz de crear símbolos (lo decíamos al hablar del lenguaje); las máquinas, no. Veámoslo con un ejemplo de John Searle, publicado en 1980:
"Imaginemos una computadora que posee un programa integrado por el que entiende el idioma chino. Pero, lo entiende de verdad, como los auténticos chinos?
Imaginemos ahora que una persona es encerrada en un cubículo literalmente forrado por dentro de estanterías en las que se amontonan papeles con escritos en chino. Esta persona sólo habla inglés, pero recibe por debajo de la puerta del cubículo otros papeles. Éstos, aunque también están en chino, contienen además una serie de instrucciones en inglés en el que se le indica qué papel, de los que estaban dentro, debe devolver también por debajo de la puerta. Sin embargo, nuestro amigo no sabe ni que lo que le pasan en chino son preguntas, ni lo que devuelve, respuestas correctas a esas preguntas.
Si nadie dice nada, podríamos pensar desde fuera que el señor de dentro sabe chino. Pero lo cierto es que, por muchas veces que repita la operación y por muy rápido que llegue a hacerlo, jamás aprenderá una palabra de ese idioma.