lunes, 7 de mayo de 2012

Libro del mes(mayo 2012):El periodismo canalla y otros artículos.

El libro del mes (mayo 2012): "El periodismo canalla y otros artículos".Este libro pertenece al escritor y periodista estadounidense TOM WOLFE,
representante del "nuevo periodismo".
Este libro trata de la decadencia de Estados Unidos demostrada en sus tendencias sociales e intelectuales de la época actual.

Veamos un fragmento del libro:

"Entretanto, los jóvenes estaban expuestos a un bombar­deo tan intenso y continuo de estímulos sexuales que apren­dían lo que era estar excitados mucho antes de llegar a la ado­lescencia. En la pubertad, los diques se rompían (si es que aún quedaba alguno en pie). En el siglo XIX la gente llenaba sus es­tanterías con grandes novelas, como Ana Karenina o Mada­me Bovary, en las que se subrayaba la conveniencia de que las mujeres permanecieran castas o en todo caso mantuvieran una apariencia de castidad. En los Estados Unidos del año 2000, Tolstói y Flaubert habrían estado condenados al ostra­cismo. A partir de los trece años, las niñas estadounidenses recibían presiones para que ofrecieran una apariencia de experiencia sexual y sofisticación. Entre las chicas adolescenteses ser «virgen »equivalía casi a un insulto. La expresión «tener una cita» -que aludía a una práctica en la que un chico invi­taba a salir a una chica para llevarla al cine o a cenar- había quedado más anticuada que «proletariado», «pornografía» o «perversión». En el último curso de bachillerato y en la uni­versidad, los chicos y las chicas salían en grupos, por separa­do, con la esperanza de encontrarse casualmente. Si lo hacían y a una chica le gustaba el aspecto de determinado chico, ella le hacía una seña, o él se la hacía a ella, y los dos se retiraban a una habitación para «enrollarse».
En el año 2000, «enrollarse» era una palabra familiar para cualquier chaval estadounidense de más de nueve años, pero sólo un pequeño porcentaje de los padres conocía su verdade­ro significado. Entre los jóvenes, «enrollarse» implicaba siem­pre una experiencia sexual, aunque la naturaleza y el alcance del acto variaba mucho. En el siglo xx, las jóvenes estadouniden­ses empleaban la jerga del béisbol para referirse a los distintos grados de intimidad sexual. «Primera base» significaba abra­zarse y besarse; «segunda base» equivalía a acariciarse o toque­tearse, lo que popularmente se conocía como «meterse mano»; «tercera base» era una felación, lo que en una conversación formal se describía con la ambigua expresión de «sexo oral»; y finalmente, «llegar a la base meta» implicaba mantener un coi­to o, en términos más corrientes, «llegar hasta el final». En el año 2000, la era de «los rollos», «primera base» significaba be­sos de lengua (<<de tornillo») con manoseo; «segunda base», sexo oral; «tercera base», llegar hasta el final; y «llegar a la base meta», presentarse mutuamente.
Sin embargo, era bastante raro que una chica conociera el nombre del chico con el que se había enrollado; por lo tanto, la típica anotación en el diario de una joven que la noche ante­rior se había liado con alguien podía ser así: «Chico con cami­seta negra de Wu- Tang y pantalones militares: 0, A, 6.»... ° o bien: «Capullo diésel-en la jerga juvenil estadounidense, in­dividuo que ha desarrollado su musculatura haciendo pesas­que repetía todo el rato "Esto es la hostia": HCT 3.» Las le­tras aludían a las prácticas sexuales (HCT, por ejemplo, signi­ficaba «historia con taza» ), y los números calificaban el grado de satisfacción en una escala del 1 al 0.

En el año 2000, las chicas usaban la expresión «tirarse a al­guien» para aludir a su papel activo en la conquista sexual, como en: «Todo fue muy rápido, pero me tiré a ese diésel que dijo que tenía que volver a casa y cafeinarse [tomar café para mantenerse despierto y estudiar] para el examen de psico.» En el siglo xx, sólo los jóvenes varones hablaban de «tirarse» a al­guien; por ejemplo: «Anoche por fin me tiré a Susan.» El hecho de que las chicas comenzaran a utilizar la misma locución refle­jaba una de las grandes ironías de las relaciones entre los sexos en el año 2000. El continuo auge del feminismo había facilitado  la vida sexual del hombre, a veces hasta el punto de volverlo indiferente. Las mújeres habían llegado a convencerse de que debían ser tan actias como los hombres a la hora de tomar la iniciativa. Y ellos aceptaban de buena gana las nuevas reglas, ya que los liberaba de cualquier responsabilidad y, mejor aun, de la  obligación de ser galantes. Cuande.surgía el tema del matri­monio, los hombres adoptaban una actitud históricamente fem­enina excusándose en su dehilidad e indecisión: «No sé. Creo que todavía no estoy preprado. O bien: Claro que te quiero, pero ya sabes que ese tema me pone nervioso.....
 

Las chicas adolescentes de todas las extracciones sociales comentaban su vida sexual con cualquier desconocido sin el menor rastro de pudor o malicia. Un periódico de la ciudad de Nueva York envió a un reportero a la calle para que pre­guntara: «¿ Cómo perdiste la virginidad?» Tanto las chicas como los chicos respondieron sin titubear, posaron para la
fotografía y no tuvieron reparos en facilitar su nombre, edad y lugar de residencia.
Los estigmas asociados con el sexo estaban desapareciendo. A principios del siglo xx, la palabra "cohabitación".definía la vergonzosa convivencia. de un hombre y una.mujer que no estaban casados. En el año 2000 ninguna persona menor de cuarenta años había oído esta palabra, ya que la cohabitación era la forma habitual de noviazgo en Estados Unidos.
Uno de los problemas de protocolo más conflictivos para los padres que superaban los cuarenta era la asignación de habita­ciones durante las visitas de sus hijos. Si el hijo o la hija acudía con su pareja a pasar el fin de semana en el domicilio paterno, . ¿había que alojarlos en el mismo dormitorio, demostrando así un consentimiento tácito ante el hecho consumado? ¿O era preferible darles cuartos separados y después permanecer sin pegar ojo, temiendo oír pasos en el pasillo de madrugada?

Asignar habitaciones separadas era, sin lugar a dudas, una postura anticuada; y en el año 2000, gracias al fervor popular por el sexo y el atractivo sexual, nadie deseaba pasar por viejo, y mucho menos por anticuado. Según la prensa, en la ciu­dad de Baltimore algunas abuelas llevaban pendientes de oro en las cejas, la lengua y los labios para parecer más jóvenes, ya que el body-piercing era una moda muy difundida entre los adolescentes y los jóvenes de poco más de veinte años.
Las embarazadas se ponían este tipo de pendientes en el ombligo
para evitar que la deformidad del embarazo las hiciera sentir­se viejas. Un ex senador y candidato a la presidencia apareció en televisión para contar que acababa de recuperarse de un es­tado de «incapacidad» y recomendar a los hombres maduros que tomaran un fármaco llamado Viagra, que los liberaría de lo que definió como una de las lacras de los tiempos moder­nos, la enfermedad que nadie se atrevía a llamar por su nom­bre: la impotencia. Él tampoco se atrevió a llamarla por su nombre y empleó las siglas «D.E.»: disfunción eréctil. Las compañías de seguros sufrían presiones para que clasificaran la impotencia de los ancianos como una enfermedad y paga­ran el tratamiento correspondiente.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la población madura de Estados Unidos rezaba: «Por favor, Dios, no per­mitas que parezca pobre.» En el año 2000, rogaban: «Por fa­vor, Dios, no permitas que parezca viejo.» El atractivo sexual era sinónimo de juventud, y la juventud mandaba. La enfer­medad más extendida asociada con la edad no era la senilidad, sino la obsesión por parecer joven. El ideal social era aparen­tar veintitrés años y vestir como si no se pasara de los trece. A lo largo y ancho del país, hombres y mujeres mayores se ves­tían de manera informal en cualquier ocasión, usando tejanos, zapatillas de deporte a rayas, pantalones cortos, camisetas, sudaderas, cazadoras y jerséis chillones, sin preocuparse de si esas prendas revelaban las tristes curvas, protuberancias, col­gajos y venas varicosas de sus vetustos cuerpos.
De hecho, en la sociedad estadounidense del año 2000 la gente invertía las normas de indumentaria que habían regido durante siglos, por no decir milenios. ¿ El vestuario de los ri­cos y poderosos reflejaba acaso la omnipotencia de la nación? Al contrario. En el año 2000, la mayoría de los milmillonarios -la prensa ya no se fijaba en hombres que valían únicamente 500 o 750 millones- vivían en los condados de San José y Santa Clara, en California, una zona conocida en todo el país, con mítica admiración, como Silicon Valley, el novísimo centro de la informática e Internet. En 1999, sólo la industria de Internet había producido catorce nuevos milmillonarios. La mitología  de Silicon Valley abundaba en sagas de hombres jóvenes que habían emprendido su aventura comercial solos y creado su propia compañía recién salidos de la universidad o,

mejor aún, que habían dejado los estudios universitarios para lanzar sus «start-ups», como se llamaba a estas nuevas empresas de  la era digital. Eran los nuevos Amos del Universo, un término acuñado en la década de los ochenta para describir a los (vulgares)  megamillonarios que engendró Wall Street duurante el apogeo de los bonos de inversión. Comparados con jóvenes milmillonarios, los hombres de Wall Street parecían lentos­ y aburridos, a pesar de que en el año 2000 la bolsa pasaba  por un período de auge económico. La mayoría de esos individuos terminaba una carrera universitaria, trabajaba corno esclavos durante unos tres años en una gran compañía financiera, pasaba otros dos años en la universidad para consguir­ un máster en Administración de Empresas y finalmente volvía­ a trabajar en una financiera con la esperanza de empezar  a amasar una auténtica fortuna más o menos hacia los treinta. La monotonía de su indumentaria simbolizaba la uniformidad­ de esa profesión. Hasta los más jóvenes vestían como viejos: el aburrido traje azul marino, la tediosa camisa clara, la insulsa corbata de Herrnes ... Muchos incluso usaban tirantes de seda.
Los nuevos Amos del Universo transformaron este pano­rama. En el restaurante Il Fornaio de Palo Alto, California, donde se reunían a la hora del desayuno para intercambia batallitas y tarjetas comerciales, los milmillonarios cruzaban la puerta con pinta de mendigos, afeitados y con la ropa planchada, pero mendigos al fin. Vestían pantalones "dokers" mocasines náuticos (sin calcetines) y vulgares camisas de algodón arremangadas y abiertas hasta el ombligo. eso era todo. Si alguien entraba en el restaurante vestido con traje y corbata, era muy posible que lo confundieran con el maitre. pues en Silicon Valley, usar corbata constituía una deshonra, pues indicaba que uno era cualquier cosa menos un Amo del Universo.

No hay comentarios: